Graciela Maturo
Quiero la eternidad,
como una paloma entre las manos
Vicente Huidobro
El poeta es un hombre, acaso un tipo humano, singularmente predispuesto para las funciones que se relacionan específicamente con el poetizar: sentir, contemplar, imaginar, soñar, reflexionar, expresar.
El poeta hace suyas las tres modalidades o existenciarios que caracterizan según Heidegger el estar en el mundo: la afectividad –que admite una relación con la vida contemplativa–, la comprensión y el discurso. Logra verbalizar de un modo propio su particular experiencia del mundo y de sí, experiencia que pese a su singularidad se muestra universal, aunque no uniforme. Su morar en lo abierto lo hace pasible de desnudar su ser esencial, experimentando dimensiones desconocidas o infrecuentes en el Ser-ahí.
La primera mirada del poeta sobre su realidad existencial trae inexorablemente la constatación de la propia finitud, y por lo tanto de una radical indigencia y precariedad de la vida humana, y de toda vida natural. El poeta, lector y admirador del universo al que pertenece, llora el tiempo que transcurre, la entropía que destruye implacablemente las cosas, el hábitat, su propio cuerpo.
Sin embargo, el poetizar, en tanto se presenta como una vía receptiva y activa de conocimiento, parece posibilitar el acceso a otra dimensión del hombre. A través de la contemplación, la meditación y la expresión que conformen el quehacer del poeta, lo vemos repetidamente, tanto en tiempos antiguos como en los actuales, intuir su inmortalidad y proclamar su pertenencia a otro reino. Esta orientación, explicable en etapas arcaicas o tradicionales, que proporcionaban un marco cultural propicio y acorde a ella, sigue siendo vigente en los poetas de la modernidad, y aún en nuestros contemporáneos más jóvenes, inmersos en esa atmósfera que ha sido caracterizada como “desencantamiento del mundo”.
En ciertos poetas occidentales modernos se presenta de modo llamativo la experiencia de eternidad, e incluso el reconocimiento de una revelación religiosa, ya se trate de una tradición próxima, tempranamente frecuentada y abandonada después, o de modos de creencia más alejados como el gnosticismo y las sapiencias orientales, asimilados por un trabajo intelectual. Pongamos por caso, para no ir más atrás del Siglo Veinte, obras como las Elegías de Duino de Rainer María Rilke, compuestas en 1911 y sólo terminadas diez años más tarde, luego de una conmoción espiritual que desencadenó a un tiempo su conclusión y la creación de los Sonetos a Orfeo, tal como lo ha profundizado ejemplarmente Héctor D. Mandrioni.
Pasando, como ha sido nuestra costumbre, a los poetas de habla hispana, señalaré que en el argentino Jorge Luis Borges aparece con fuerza el tema de la eternidad, ya sea como preocupación intelectual o como experiencia que en su caso será transmitida de modo oblicuo. Para el joven Borges, la irracionalidad del Tiempo pone a prueba la facultad racional, generando aporías insalvables. El sentimiento de la finitud, la muerte de amigos y contemporáneos, la destrucción de la materia e incluso la condición huidiza del pasado, no parecen abarcables por el pensamiento que piensa el Ser y la inmutabilidad de las esencias.
Borges acomete una y otra vez la refutación del tiempo, en un combate donde su propia posición queda siempre escindida. El flujo temporal, que su razón y su voluntad conjuran, es aceptado dolorosamente por su intuición perceptiva y afectiva. En Nueva refutación del tiempo afirma:
“He divisado o presentido una ref celestiales y todo lo que se encuentra en ellas vuelve cada año a su estado anterior. La segunda es la de Nietzsche, Le Bon y Blanqui, la de la prueba algebraica de que el mundo está compuesto por un número finito de partículas en un tiempo infinito. La tercera es la de ciclos parecidos, y para Borges la única imaginable. La verdadera realidad sería la del presente, sostenida por Marco Aurelio. Las experiencias serían análogas, no idénticas.2
Thorpe Running, estudioso de la obra borgeana, recuerda una experiencia personal declarada por Borges: con diferencia de treinta años tuvo una impresión idéntica: se sintió muerto y percibiendo la eternidad. ¿Se trataba de dos experiencias idénticas o bien, como llegó a postular, eran una y la misma? La índole conjetural e irónica de la obra de Borges hace que trabaje de una manera ambigua el relato de una experiencia de totalidad, como puede verse en su cuento El Aleph, del libro homónimo.3 Carlos Argentino Daneri, un personaje tratado con cierto humor –que no oculta la sesgada referencia al autor mismo– es el protagonista de este célebre cuento centrado en la contemplación de un centro mágico –llamado Aleph– que concentra en sí todo el universo, incluyendo la simultaneidad de tiempos y espacios disímiles.
Leopoldo Marechal –que decía haber compartido con Borges y Bernárdez experiencias y discusiones sobre el tema en los claustros de La Merced– tuvo un modo más clásico de afrontar la cuestión, y llegó a proclamarse el Matador de la Elegía. En su novela Adá Buenosayres, 4 más precisamente en su Sexto Libro titulado Cuaderno de tapas azules, despliega en forma de relato un breve compendio teológico.
Quiero la eternidad,
como una paloma entre las manos
Vicente Huidobro
El poeta es un hombre, acaso un tipo humano, singularmente predispuesto para las funciones que se relacionan específicamente con el poetizar: sentir, contemplar, imaginar, soñar, reflexionar, expresar.
El poeta hace suyas las tres modalidades o existenciarios que caracterizan según Heidegger el estar en el mundo: la afectividad –que admite una relación con la vida contemplativa–, la comprensión y el discurso. Logra verbalizar de un modo propio su particular experiencia del mundo y de sí, experiencia que pese a su singularidad se muestra universal, aunque no uniforme. Su morar en lo abierto lo hace pasible de desnudar su ser esencial, experimentando dimensiones desconocidas o infrecuentes en el Ser-ahí.
La primera mirada del poeta sobre su realidad existencial trae inexorablemente la constatación de la propia finitud, y por lo tanto de una radical indigencia y precariedad de la vida humana, y de toda vida natural. El poeta, lector y admirador del universo al que pertenece, llora el tiempo que transcurre, la entropía que destruye implacablemente las cosas, el hábitat, su propio cuerpo.
Sin embargo, el poetizar, en tanto se presenta como una vía receptiva y activa de conocimiento, parece posibilitar el acceso a otra dimensión del hombre. A través de la contemplación, la meditación y la expresión que conformen el quehacer del poeta, lo vemos repetidamente, tanto en tiempos antiguos como en los actuales, intuir su inmortalidad y proclamar su pertenencia a otro reino. Esta orientación, explicable en etapas arcaicas o tradicionales, que proporcionaban un marco cultural propicio y acorde a ella, sigue siendo vigente en los poetas de la modernidad, y aún en nuestros contemporáneos más jóvenes, inmersos en esa atmósfera que ha sido caracterizada como “desencantamiento del mundo”.
En ciertos poetas occidentales modernos se presenta de modo llamativo la experiencia de eternidad, e incluso el reconocimiento de una revelación religiosa, ya se trate de una tradición próxima, tempranamente frecuentada y abandonada después, o de modos de creencia más alejados como el gnosticismo y las sapiencias orientales, asimilados por un trabajo intelectual. Pongamos por caso, para no ir más atrás del Siglo Veinte, obras como las Elegías de Duino de Rainer María Rilke, compuestas en 1911 y sólo terminadas diez años más tarde, luego de una conmoción espiritual que desencadenó a un tiempo su conclusión y la creación de los Sonetos a Orfeo, tal como lo ha profundizado ejemplarmente Héctor D. Mandrioni.
Pasando, como ha sido nuestra costumbre, a los poetas de habla hispana, señalaré que en el argentino Jorge Luis Borges aparece con fuerza el tema de la eternidad, ya sea como preocupación intelectual o como experiencia que en su caso será transmitida de modo oblicuo. Para el joven Borges, la irracionalidad del Tiempo pone a prueba la facultad racional, generando aporías insalvables. El sentimiento de la finitud, la muerte de amigos y contemporáneos, la destrucción de la materia e incluso la condición huidiza del pasado, no parecen abarcables por el pensamiento que piensa el Ser y la inmutabilidad de las esencias.
Borges acomete una y otra vez la refutación del tiempo, en un combate donde su propia posición queda siempre escindida. El flujo temporal, que su razón y su voluntad conjuran, es aceptado dolorosamente por su intuición perceptiva y afectiva. En Nueva refutación del tiempo afirma:
“He divisado o presentido una ref celestiales y todo lo que se encuentra en ellas vuelve cada año a su estado anterior. La segunda es la de Nietzsche, Le Bon y Blanqui, la de la prueba algebraica de que el mundo está compuesto por un número finito de partículas en un tiempo infinito. La tercera es la de ciclos parecidos, y para Borges la única imaginable. La verdadera realidad sería la del presente, sostenida por Marco Aurelio. Las experiencias serían análogas, no idénticas.2
Thorpe Running, estudioso de la obra borgeana, recuerda una experiencia personal declarada por Borges: con diferencia de treinta años tuvo una impresión idéntica: se sintió muerto y percibiendo la eternidad. ¿Se trataba de dos experiencias idénticas o bien, como llegó a postular, eran una y la misma? La índole conjetural e irónica de la obra de Borges hace que trabaje de una manera ambigua el relato de una experiencia de totalidad, como puede verse en su cuento El Aleph, del libro homónimo.3 Carlos Argentino Daneri, un personaje tratado con cierto humor –que no oculta la sesgada referencia al autor mismo– es el protagonista de este célebre cuento centrado en la contemplación de un centro mágico –llamado Aleph– que concentra en sí todo el universo, incluyendo la simultaneidad de tiempos y espacios disímiles.
Leopoldo Marechal –que decía haber compartido con Borges y Bernárdez experiencias y discusiones sobre el tema en los claustros de La Merced– tuvo un modo más clásico de afrontar la cuestión, y llegó a proclamarse el Matador de la Elegía. En su novela Adá Buenosayres, 4 más precisamente en su Sexto Libro titulado Cuaderno de tapas azules, despliega en forma de relato un breve compendio teológico.
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