segunda-feira, 30 de setembro de 2019

Investigación «con finalidad rentable»




La culminación de la idea supone, en efecto, lo que Kant llama un esquema (Schema), una figura, una diversidad y un ordenamiento de las partes, que sea esencial al todo y determinable a priori según el «principio del fin» (aus dem Princip des Zwecks). Se parte del fin, como en toda totalidad orgánica. Cuando ese esquema no procede del fin como fin capital (Hauptzweck) de la razón, cuando ese esquema continúa siendo empírico y queda a merced de accidentes imprevisibles, no ofrece más que una unidad «técnica» y no arquitectónica. La elección de estas palabras tiene su importancia. «Técnico» significa, aquí, el orden del saber como saber-hacer; éste ajusta sin ningún principio una multiplicidad de contenidos en el orden contingente en que se presenta. Siempre se pueden construir instituciones según esquemas técnicos, con una preocupación de rentabilidad empírica, sin idea y sin arquitectónica racional. Pero lo que nosotros llamamos ciencia, dice Kant, no puede fundamentarse técnicamente, o sea, fiándose de las semejanzas o de las analogías de los elementos diversos, incluso en función de las aplicaciones contingentes que se pueden hacer de la ciencia. Lo que se llama hoy, especialmente en Francia, la finalisationr de la investigación da lugar a la construcción de instituciones reguladas en función de las aplicaciones rentabilizables y, por tanto, diría Kant, en función de esquemas técnicos y no arquitectónicos. Esta distinción entre lo técnico y lo arquitectónico parece así recubrir en buena medida la distinción entre investigación «con finalidad rentable» [finalisée] e investigación «fundamental». Lo que no quiere decir que tal distinción no encuentre, llegado un cierto punto, su límite.[xi] Si se puede distinguir entre una idea del saber y un proyecto de utilización técnica, entonces debemos continuar proyectando instituciones conformes a una idea de la razón. La interpretación heideggeriana del Principio de razón sitúa a éste del mismo lado que a la técnica moderna; por consiguiente, viene a limitar, si no a discutir, la pertinencia de la distinción kantiana entre lo técnico y lo arquitectónico. No deja de ser verdad que un cierto más allá del Principio de razón, tal como es interpretado por Heidegger, siempre puede encontrarse recargado de «finalidad». Esto exigiría refundir toda la problemática, incluso la «idea» de problema, de ciencia, de investigación, de episteme y de idea. No quiero entrar aquí en esa discusión.

CÁTEDRA VACANTE: CENSURA, MAESTRÍA Y MAGISTRALIDAD*

Jaques Derrida

En Du Droit à la Philosophie, París, Galilée, 1990. Trad. esp. Grupo Decontra, en Jacques Derrida, El lenguaje y las instituciones filosóficas, Barcelona, Paidós, 1995». Edición digital de Derrida en castellano.

domingo, 29 de setembro de 2019

PRIMERA OBSERVACIÓN



Esto es lo que vamos a intentar analizar a partir de ahora. Pero deberemos reducir, para afinar el análisis, la amplitud del foco. No trataremos directamente todos los problemas involucrados en esto, ya se trate de la razón y la fe, de la razón práctica y la religión, de la política y de la historia y, sobre todo, del juicio en general, pues toda política de la censura, toda crítica de la censura es crítica del juicio. La censura es un juicio, supone un tribunal, leyes, un código. Puesto que hablamos de razón y de censura, podríamos fácilmente hacer aparecer la cadena que une ratio con cuenta, cálculo, censura: censere quiere decir reputar, contar, computar. El «census», el «censo», es la enumeración de los ciudadanos (empadronamiento) y la evaluación de su fortuna por los censores. Pero dejemos ahí esta cadena, por más que sea necesaria y significativa.
Kant se propone legitimar una razón de Estado como razón censurante, que se supone que tiene el derecho de censurar en ciertas condiciones y en ciertos límites. Pero quiere, por otra parte, sustraer la mismísima razón pura a todo poder censurante. Debería, en buena ley, no ejercer ninguna censura y escapar a toda censura. Ahora bien, este límite pensado entre razón censurante y razón exterior a la censura no rodea a la universidad sino que la atraviesa entre estas dos clases de facultades: las facultades superiores (teología, derecho, medicina), ligadas al poder del Estado que ellas representan, y la facultad inferior (filosofía), sobre la que ningún poder debería tener derecho a inmiscuirse, siempre que se contentara con decir sin hacer, que dijera la verdad sin marcar pautas y que la dijera en la universidad y no fuera de ella.
Este singular límite da lugar a antagonismos que Kant quiere resolver como conflictos, y como conflictos solubles. Distingue precisamente entre el conflicto y la guerra: ésta es salvaje y natural, no implica ningún recurso al derecho, ninguna instancia institucional de arbitraje. El conflicto -éste sí- es un antagonismo regulado, previsible, codificable. Debe, también, regularse; las partes contrarias deben poder comparecer ante una instancia de arbitraje.
Dos observaciones antes de ir más lejos. Ambas conciernen a este hecho o a este principio, este hecho principal: no hay censura sin razón. ¿Qué quiere decir esto?
Primera observación: no hay censura sin razón (y sin razón dada), ya que la censura no se da jamás como una represión brutal y muda que reduzca ella misma al silencio lo que tal fuerza dominante no tiene interés en dejar que se diga, se profiera o se propague. En el sentido estricto que Kant quiere delimitar, la censura usa, ciertamente, la fuerza, y contra un discurso, pero siempre en nombre de otro discurso, según procedimientos legales que suponen un derecho y unas instituciones, unos expertos, unas competencias, unos actos públicos, un gobierno y una razón de Estado. No hay censura privada, aunque la censura reduzca la palabra a su condición de manifestación «privada». No hablaremos de censura al referirnos a unas operaciones represivas o a una inhibición de un discurso privado (menos aún de pensamientos sin discurso) que obligan a maniobras de contrabando, de traducción, de substitución o de disimulo. 
Cuando Freud recurre a lo que llamaríamos, un poco precipitadamente, la «metáfora» de la censura para describir la operación de la inhibición, esta figura no es más que una figura en la medida en que la «censura» psíquica no pasa, como la censura en sentido estricto y literal, por la vía pública de las instituciones y del Estado, aunque éste pueda representar un papel fantasmático en la escena. Pero, por otra parte, esta figura es una «buena» figura en la medida en que apela a un principio de orden, a la razón de una organización central, con sus discursos, sus expertos-guardianes y, sobre todo, sus representantes.
Existían ya, y eran ya tan complejos en tiempos de Kant, que su silencio, a este respecto, merecía un análisis. Pero hoy, esta sobrepotenciación desafía todos nuestros instrumentos de análisis. Debería movilizar numerosos sistemas de desciframiento, en dirección a lugares tan diferentes y diferentemente estructurados como las leyes del capital, el sistema de la lengua, la máquina escolar, sus normas y sus procedimientos de control o de reproducción, las tecnologías, en particular las de la información, todas las políticas, en particular las de la cultura y los media (en los ámbitos privados y públicos), las estructuras editoriales y, finalmente, todas las instituciones, incluidas las de la salud «física y psíquica», sin olvidarse de entrecruzar todos estos sistemas, y los sujetos que en ellos se inscriben o se producen, con la complejidad sobredeterminada de su funcionamiento biopsíquico, idiosincrático, etc. Ahora bien, suponiendo, incluso, que se domine el sistema de estos sistemas y que se reproduzca su diagrama general en un ordenador gigante, sería preciso, aún, que se le pudiera hacer la siguiente pregunta: ¿Por qué esto -tal enunciado, por ejemplo- permanece prohibido; no se puede proferir? Que una pregunta de este tipo pueda, entonces, enunciarse, que la antedicha frase prohibida pueda ser dicha o sentida como prohibida, supone una debilidad, por ligera o furtiva que sea, en cualquier lugar del sistema, del organigrama de la prohibición. Éste incluye, en sí mismo, el principio de la desregulación, la fuerza o contrafuerza deconstructiva que le permite, por tanto, dejar que la frase prohibida se diga e, incluso, se descifre. De otro modo, ni siquiera podría «censurar». Los censores saben, de un modo u otro, de qué hablan cuando dicen que no se debe hablar de ello.

CÁTEDRA VACANTE: CENSURA, MAESTRÍA Y MAGISTRALIDAD*
Jaques Derrida

En Du Droit à la Philosophie, París, Galilée, 1990. Trad. esp. Grupo Decontra, en Jacques Derrida, El lenguaje y las instituciones filosóficas, Barcelona, Paidós, 1995». Edición digital de Derrida en castellano.

quarta-feira, 25 de setembro de 2019

ESPECTROS DE MARX EL ESTADO DE LA DEUDA, EL TRABAJO DEL DUELO Y LA NUEVA INTERNACIONAL Jacques Derrida Capítulo 1 INYUNCIONES DE MARX Exergo «The time is joint» (Hamlet) Fragmento 4



https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/textos/marx_inyunciones.htm

Marx evoca, más de una vez, Timón de Atenas así como El mercader de Venecia, sobre todo en La ideología alemana. El capítulo sobre el «Concilio de Leipzig-San Max» ofrece también, ya lo precisaremos, un breve tratado del espíritu o una interminable dramatización de fantasmas. Cierta «Conclusión comunista»[xxxii] recurre a Timón de Atenas. La misma cita reaparecerá en la primera versión de la Contribución a la crítica de la economía política. Se trata de una desencarnación espectralizante. Aparición del cuerpo sin cuerpo del dinero: no del cuerpo sin vida o del cadáver, sino de una vida carente de vida personal y de propiedad individual. Pero no carente de identidad (el fantasma es un «quien», no es simulacro en general, tiene una especie de cuerpo, pero sin propiedad, sin derecho de propiedad «real» o «personal»). Es preciso analizar lo propio de la propiedad, y cómo la propiedad (Eigentum) general del dinero neutraliza, desencarna, priva a toda propiedad (Eigentümlichkeit) personal de su diferencia. Esta fantasmatización de lo propio la habría comprendido el genio de Shakespeare hace siglos, y la habría expresado mejor que nadie. El ingenium de su genialidad paterna sirve de referencia, de caución o de confirmación en la polémica, es decir, en la guerra en curso -a propósito, justamente, del espectro fiduciario, del valor, del dinero, o de su símbolo monetario, el oro:



Shakespeare sabía mejor que nuestros pequeño-burgueses imbuidos de teoría (unser theoretisierender Kleinbürger) lo poco que el dinero, la más general de todas las formas de propiedad (die allgemeinste Form des Eigentums), tiene que ver con las propiedades de la persona (mit der persönlichen Eigentümlichkeit) [...].



La cita hará también aparecer, beneficio suplementario pero completamente necesario, una fetichización teologizante, que siempre vinculará irreductiblemente la ideología a la religión (al ídolo o al fetiche) como principal figura suya, una especie de «dios visible» al que se dirigen la adoración, la oración, la invocación (Thou visible god). La religión, volveremos sobre ello, no ha sido nunca una ideología entre otras para Marx. Lo que el genio de un gran poeta -y el espíritu de un gran antepasado- habría expresado con profético resplandor, yendo de golpe más deprisa y más lejos, parece decir Marx, que nuestros compañeros burgueses en teoría económica, es el devenir-dios del oro, a la vez fantasma e ídolo, un dios sensible. Tras haber marcado la heterogeneidad entre la propiedad del dinero y la propiedad personal (tienen «tan poco que ver» entre ellas), añade Marx, y me parece una precisión no desdeñable, que verdaderamente no son sólo diferentes sino opuestas (entgegensetzt). Y entonces es cuando, cortando en el cuerpo del texto según unas opciones que será preciso analizar de cerca, extrae un largo pasaje de esa prodigiosa escena de Timón de Atenas (acto IV, ese. III). A Marx le gustan las palabras de esa imprecación. No hay que pasar nunca por alto la imprecación del justo. No hay que hacerla callar nunca en el texto más analítico de Marx. Una imprecación no teoriza, no se contenta con decir lo que es, sino que grita la verdad, promete, provoca. No es, su nombre lo indica, otra cosa que una plegaria. Dicha plegaria reprueba la maldición y condena a ella. Esas palabras de la imprecación se las apropia Marx con una fruición cuyas señales no pueden engañar. Declarando su odio al género humano («I am Misanthropos, and bate mankind»), con la cólera de un profeta judío y, a veces, con las mismas palabras de Ezequiel, Timón maldice la corrupción, lanza el anatema, jura contra la prostitución: la prostitución ante el oro -y la prostitución del oro mismo-. Pero se toma, a pesar de ello, el tiempo de analizar la alquimia transfiguradora, denuncia la alteración de los valores, la falsificación y, sobre todo, el perjurio cuya ley es el oro. Nos imaginamos la paciencia impaciente de Marx (más que de Engels), cuando transcribe de su puño y letra, detenidamente, en alemán, la cólera de una imprecación profética:



Otro tanto de esto hará
Blanco lo negro, bello lo feo, verdadero lo falso,
Noble al vil, joven al viejo, valiente al cobarde...
Este esclavo amarillo...
Santificará la lepra blanca...
He ahí con qué volver a casar a la extenuada viuda,
y para ella,
Que daría arcadas a los gangrenosos del hospital,
Éste es su bálsamo y la especia
De un nuevo abril...
... ¡Tú, Dios visible (Thou visible god),
Que fundes estrechamente los incompatibles
Y los fuerzas a besarse.
sichtbare Gottheit,
Die du Unmöglichkeiten eng verbrüderst
Zum Kusz sie zwingst![xxxiii]



Entre todos los rasgos de esta inmensa maldición de la maldición, Marx ha debido de borrar, en la economía de una larga cita, los que aquí más nos importan, por ejemplo, las aporías y el double bind que arrastran al acto mismo de jurar y de conjurar dentro de la historia misma de la venalidad. En el momento de inhumar el oro, con una azada en la mano, el sepulturero-profeta, que es todo menos un humanista, no se contenta con aludir a la ruptura de los votos, al nacimiento y a la muerte de las religiones («This yellow slave / Will knit and break religions; bless the accurs’d;», «Este dinero amarillo tramará y romperá los votos, bendecirá al maldito;»[xxxiv]). Timón conjura también al otro, le pide insistentemente que prometa, pero también conjura al perjurar y al reconocer su perjurio con un solo y mismo gesto bífido. En verdad, conjura al fingir la verdad, al fingir por lo menos que hace prometer. Pero si finge que hace prometer, se trata en realidad de hacer prometer no cumplir la promesa, es decir, no prometer, al tiempo que se hace como si se prometiese: como si se perjurase o se abjurase en el preciso momento del juramento; luego, siguiendo con la misma lógica, conjura a evitar los juramentos. Como si dijera, en resumidas cuentas: os conjuro, no juréis, abjurad de vuestro derecho a jurar, renunciad a vuestra capacidad de jurar, por otra parte, no se os pide juramento, se os pide que seáis las no-juramentables que sois («you are not oathable»), vosotras, las putas, vosotras que sois la prostitución misma, vosotras que os entregáis al oro, que os entregáis a cambio del oro, que os destináis a la indiferencia general, vosotras que confundís, en la equivalencia, lo propio y lo impropio, el crédito y el descrédito, la fe y la mentira, «lo verdadero y lo falso», el juramento, el perjurio y la abjuración, etc. Vosotras, las putas del dinero, llegaríais a abjurar (forswear) de vuestro oficio o de vuestra vocación (de puta perjura) por dinero. Igual que una alcahueta hasta renunciaría a sus putas por dinero.

Se trata de la esencia misma de la humanidad. Double bind absoluto a propósito del bind o del salto mismos. Desgracia infinita y suerte incalculable del performativo -aquí literalmente nombrado (perform, perform none, son las palabras de Timón cuando conjura a prometer no cumplir una promesa llamando, así, al perjurio o a la abjuración)-. Fuerza, tanto como debilidad, de un discurso inhumano sobre el hombre. Timón a Alcibíades (acto IV, esc. III):



Promise me friendship, but perform none: if thon wilt not promise, the gods plague thee, for thon art a man! if thon dost perform, confound thee, for thou art a man!



Prométeme tu amistad, pero no cumplas tu promesa. Si no puedes prometer, ¡que los dioses te castiguen por ser hombre! Si cumples tu promesa, ¡que ellos te confundan por ser un hombre!



Después, a Friné y a Timandra, que piden oro, y preguntan si Timón tiene más:



Enough to make a whore forswear her trade, And to make whores a bawd. Hold up, you sluts, Your aprons mountant: you are not oathable, Altbough,

I Know, you'll swear, terribly swear Into strong shudders and to heavenly agues Tbe immortal gods that hear you, spare your oath, III trust to your conditions: be wbores still.



Lo bastante como para hacer a una puta renunciar (forswear) a su comercio [más literalmente: lo bastante como para abjurar de su oficio, de su mercado, de su profesión, en tanto que ésta implica el compromiso de una profesión de sí], y a una alcahueta renunciar a adiestrar putas. Zorras, extended vuestros delantales. A vosotras no se os piden juramentos [you are not oathable: no sois juramentadas, juramentables]; aunque estáis dispuestas, lo sé, a jurar, a jurar espantosamente, a riesgo de hacer estremecerse, con un temblor celeste, a los dioses inmortales que os oyen. Ahorraos, pues, los juramentos (spare your oaths): me fío (I’ll trust) de vuestros instintos. Seguid siendo putas[xxxv].



Cuando se dirige a la prostitución o al culto al dinero, al fetichismo o a la idolatría, Timón se fía. Confía, cree, está dispuesto a dar crédito (I’ll trust), pero solamente en la imprecación de una hipérbole paradójica: finge él mismo confiar en lo que, en el mismo fondo de la abjuración, en el fondo de lo que no es ni siquiera capaz o digno de juramento (you are not oathable), sigue, sin embargo, siendo fiel a un instinto natural, como si allí hubiera un compromiso del instinto, una fidelidad a sí misma de la naturaleza instintiva, un juramento de la naturaleza viva antes del juramento de la convención, de la sociedad o del derecho. Y se trata de la fidelidad a la infidelidad, de la constancia en el perjurio. Esa vida se somete regularmente, se le puede dar crédito (trust) en este aspecto, se doblega infaliblemente a la potencia indiferente, a ese poder de indiferencia mortal que es el dinero. Diabólica, radicalmente malvada en esto, la naturaleza es prostitución, se somete fielmente -aquí se puede confiar en ella- a lo que es la traición misma, el perjurio, la abjuración, la mentira o el simulacro.



Que nunca están lejos del espectro. Es bien sabido: el dinero y, más precisamente, el signo monetario, los ha descrito siempre Marx mediante la imagen de la apariencia o del simulacro, más precisamente del fantasma. No sólo los ha descrito, también los ha definido, pero la presentación figurativa del concepto parecía describir alguna «cosa» espectral, es decir, a «alguien». ¿Qué necesidad hay de esta presentación figurativa? ¿Cuál es su relación con el concepto? ¿Es contingente? Esta es la forma clásica de nuestra cuestión. Como aquí no creemos en ninguna contingencia, llegaremos incluso a inquietarnos por la forma clásica (kantiana en el fondo) de esta cuestión que parece tornar secundario o mantener a distancia, precisamente cuando lo toma en serio, el esquema figurativo. La Crítica de la economía política[xxxvi] nos explica cómo la existencia (Dasein) de la moneda, el Dasein metálico, oro o plata, produce un resto. Este resto ya no es, ya no sigue siendo, justamente, más que la sombra de un gran nombre: «Was übrigbleibt ist magni nominis umbra». «El cuerpo de la moneda no es sino una sombra (nur noch ein Schatten)»[xxxvii]. Todo el movimiento de idealización (Idealisierung) que Marx describe entonces, se trate de moneda o de ideologemas, es una producción de fantasmas, de ilusiones, de simulacros, de apariencias o de apariciones (Schein-dasein del Schein-Sovereign y del Schein-gold). Más adelante, establecerá una relación entre esta virtud espectral de la moneda y lo que, en el deseo de acumulación, especula sobre el uso del dinero después de la muerte, en el otro mundo (nach dem Tode in der andern Welt)[xxxviii]. Geld, Geist, Geiz: como si el dinero (Geld) fuera a la vez el origen del espíritu (Geist) y de la avaricia (Geiz). Im Geld liegt der Ursprung des Geizes, dice Plinio citado por Marx inmediatamente después. En otro lugar, la ecuación entre Gas y Geist viene a añadirse a la cadena[xxxix]. La metamorfosis de las mercancías (Die Metamorphose der Waren) era ya un proceso de idealización transfiguradora que puede ser llamado legítimamente espectropoético. Cuando el Estado emite el papel moneda de curso forzoso, su intervención es comparada con una «magia» (Magie) que transmuta el papel en oro. Entonces el Estado (a)parece -pues se trata de una apariencia, incluso de una aparición-, «parece ahora, por la magia de esa estampilla [la que marca el oro e imprime la moneda], metamorfosear el papel en oro (scheint jetzt durch die Magie seines Stempels Papier in Gold zu verwandeln)»[xl]. Esta magia se afana siempre cerca de los fantasmas, hace tratos con ellos, manipula o se afana ella misma, se convierte en un trato, el trato o negocio que hace en el propio elemento del asedio. Y este negocio atrae a los desenterradores, aquellos que tratan con los cadáveres pero sólo para robarlos, para hacer desaparecer a los desaparecidos, lo cual es la condición de su «aparición». Comercio y teatro de sepultureros. En las épocas de crisis social, cuando el nervus rerum social está, dice Marx, «enterrado (bestattet) junto al cuerpo del que es el nervio», el enterramiento especulativo del tesoro no entierra sino un «metal inútil», privado de su alma de dinero (Geldseele). Esta escena del enterramiento no recuerda solamente la gran escena del cementerio y de los enterradores de Hamlet, cuando uno de ellos sugiere que la obra del grave-maker dura más tiempo que todas las demás: hasta el juicio final. Esta escena del enterramiento del oro evoca una vez más, y con más precisión aún, a Timón de Atenas. En la retórica funeraria de Marx, el «metal inútil» del tesoro se convierte, tras el enterramiento del tesoro, en algo parecido a la ceniza enfriada (ausgebrannte Asche) de la circulación, en algo parecido a su caput mortuum, su residuo químico. El avaro, el acumulador, el especulador, se convierte, en su elucubración, en su delirio nocturno (Hirn-gespinst), en un mártir del valor de cambio. Ya no cambia más, porque sueña con un cambio puro. (Y, más adelante, veremos cómo la aparición del valor de cambio, en El Capital, es justamente una aparición, se diría que una visión, una alucinación, una aparición propiamente espectral, si esta imagen no nos impidiera hablar aquí propiamente de lo propio). El hombre del tesoro se comporta, entonces, como un alquimista (alchimistisch), especula en torno a los fantasmas, a los «elixires de vida», a la «piedra filosofal». La especulación permanece siempre fascinada, hechizada por el espectro. El que esta alquimia siga estando abocada a la aparición del espectro, al asedio o al retorno de los (re)aparecidos, es algo que aparece en la literalidad de un texto que las traducciones, a veces, descuidan. Cuando, en ese mismo pasaje, Marx describe la transmutación, se está tratando del asedio. Lo que opera de manera alquímica son intercambios o mezclas de (re)aparecidos, composiciones o conversiones locamente espectrales. El léxico del asedio y de los (re)aparecidos (Spuk, spuken) ocupa el frente de la escena. Lo que se traduce por «fantasmagoría de una loca alquimia» («La forma fluida de la riqueza y su forma petrificada, elixir de vida y piedra filosofal, se entremezclan en la fantasmagoría de una loca alquimia»[xli] y, es «[ ...] spuken alchimistisch toll durcheinander».)

En una palabra, y volveremos continuamente a ello, a Marx no le gustan los fantasmas más de lo que gustan a sus adversarios. No quiere creer en ellos. Pero no piensa sino en eso. Cree bastante en lo que se supone que los distingue de la realidad efectiva, de la efectividad viva. Cree poder oponerlos, como la muerte a la vida, como las vanas apariencias del simulacro a la presencia real. Cree lo bastante en la frontera de esta oposición como para querer denunciar, dar caza o exorcizar a los espectros, pero mediante el análisis crítico, no mediante una contra-magia. Pero ¿cómo distinguir entre el análisis que afecta a la magia y la contra-magia que aquél corre el riesgo de seguir siendo? Volveremos a plantearnos esta pregunta, por ejemplo a propósito de La ideología alemana. El «Concilio de Leipzig-San Max» (Stirner) organiza también ahí, recordémoslo de nuevo antes de volver a ello más adelante, una irresistible pero interminable caza del fantasma (Gespenst) y del (re)aparecido (Spuk). Irresistible como una crítica eficaz, pero también como una compulsión, interminable como se dice de un análisis, y la concomitancia no tendría, desde luego, nada de fortuito.

Esa hostilidad hacia los fantasmas, una hostilidad aterrada que se defiende a veces del terror con una carcajada es tal vez lo que Marx habrá tenido siempre en común con sus adversarios. El también habrá querido conjurar los fantasmas y todo lo que no fuera ni la vida ni la muerte, es decir, la re-aparición de una aparición que nunca será ni el aparecer ni lo desaparecido, ni el fenómeno ni su contrario. Habrá querido conjurar el fantasma como los conjurados de la vieja Europa a los que el Manifiesto declara la guerra. Por irredimible que siga siendo esta guerra y por necesaria que siga siendo esta revolución, se conjura con ellos y para exorzanalizar la espectralidad del espectro. Y éste es hoy, y quizá será también mañana, nuestro problema.



2. Pues conjuration significa, por otra parte, «conjuro» (Conjurement, Beschwörung), o sea, el exorcismo mágico que, por el contrario, tiende a expulsar al espíritu maléfico que habría sido llamado o convocado (O.E.D.: «The exorcising of spirits by invocation», «the exercise of magical or occult influence»).

Una conjuración es, en primer lugar, una alianza, ciertamente, a veces una alianza política, más o menos secreta, cuando no tácita, un complot o una conspiración. Se trata de neutralizar una hegemonía o de derribar un poder. (En la Edad Media, conjuratio designaba también la fe jurada por la que los burgueses se asociaban, a veces contra un príncipe, para fundar los burgos francos.) En la sociedad secreta de los conjurados, algunos sujetos, individuales o colectivos, representan fuerzas y se alían en nombre de intereses comunes para combatir a un temido adversario político, es decir, también para conjurarlo. Pues conjurar quiere decir también exorcizar: intentar a la vez destruir y negar una fuerza maligna, demonizada, diabolizada, las más de las veces un espíritu maléfico, un espectro, una especie de fantasma que retorna, o amenaza con retornar, post mortem. El exorcismo conjura el mal mediante unas vías que también son irracionales y mediante unas prácticas mágicas, misteriosas, incluso mistificantes. Sin excluir, ni mucho menos, el procedimiento analítico y la raciocinación argumentativa, el exorcismo consiste en repetir, a modo de incantación, que el muerto está bien muerto. Procede mediante fórmulas y, a veces, las fórmulas teóricas desempeñan este papel con una eficacia tanto mayor cuanto que da el pego respecto a su naturaleza mágica, su dogmatismo autoritario, el oculto poder que éstas comparten con aquello que pretenden combatir.

Pero el exorcismo eficaz no finge constatar la muerte sino para dar muerte. Como haría un médico forense, declara la muerte, pero, en este caso, para darla. Esta táctica es bien conocida. La forma constativa tiende a asegurar. La constatación es eficaz. Quiere y debe serlo en efecto. Es efectivamente un performativo. Pero la efectividad, aquí, se fantasmatiza ella misma. Se trata, en efecto, de un performativo que intenta tranquilizar, y en primer lugar tranquilizarse a sí mismo, asegurándose, pues nada es menos seguro, de que aquello cuya muerte se desea está bien muerto. Habla en nombre de la vida, pretende saber lo que es. ¿Quién lo sabe mejor que un ser vivo?, parece decir fuera de bromas. Procura convencer(se) allí donde (se) da miedo: resulta que aquello que se mantenía vivo, (se) dice, ya no está vivo, ya no resulta eficaz en la muerte misma, estad tranquilos. (Se trata, ahí, de una manera de no querer saber lo que todo ser vivo, sin aprender y sin saber, sabe, a saber: que, a veces, el muerto puede ser más poderoso que el vivo. Y, por eso, interpretar una filosofía como filosofía o como ontología de la vida nunca resulta fácil, lo que quiere decir que resulta siempre demasiado fácil, indiscutible, como lo que cae por su propio peso, pero tan poco convincente en el fondo, tan poco convincente, como la tautología, una tanto-ontología bastante heterológica, la de Marx o de cualquier otro, que no reconducirá todo a la vida sino a condición de incluir en ella la muerte y la alteridad de su otro, sin la cual ésta no sería lo que es). En una palabra, se trata a menudo de hacer como que se constata la muerte allí donde el certificado de defunción sigue siendo el performativo de una declaración de guerra o la gesticulación impotente, el agitado sueño de un dar muerte.

 Jaqcues Derrida



terça-feira, 24 de setembro de 2019

ESPECTROS DE MARX EL ESTADO DE LA DEUDA, EL TRABAJO DEL DUELO Y LA NUEVA INTERNACIONAL Jacques Derrida Capítulo 1 INYUNCIONES DE MARX Exergo «The time is joint» (Hamlet) Fragmento 3

Ésta es la genialidad, la insigne agudeza, la firma de la Cosa «Shakespeare»: autorizar cada una de las traducciones, hacerlas posibles e inteligibles sin reducirse nunca a ellas. Su conexión reconduciría a lo que, en el honor, la dignidad, la buena imagen, el renombre, el título o el nombre, la legítima titularidad, lo estimable en general, lo justo mismo, si no el derecho, supone siempre la conexión, la reagrupación articulada consigo, la coherencia, la responsabilidad[xii]. Pero si la conexión en general, si la juntura del joint supone, en primer lugar, la conexión, la justeza o la justicia del tiempo, el ser-consigo o la concordia del tiempo, ¿qué pasa cuando el tiempo mismo viene a estar out of joint, dis-yunto, desajustado, inharmónico, descompuesto, desacordado o injusto? ¿Anacrónico?

Blanchot no alude aquí a Shakespeare, pero no puedo entender «desde Marx», desde Marx, sin entender, como Marx, «desde Shakespeare». Mantener unido lo que no se mantiene unido, y la disparidad misma, la misma disparidad-volveremos constantemente a ello como a la espectralidad del espectro- es algo que sólo puede ser pensado en un tiempo de presente dislocado, en la juntura de un tiempo radicalménte disyunto, sin conjunción asegurada. No un tiempo de junturas negadas, quebradas, maltratadas, en disfunción, desajustadas, según un dys de oposición negativa y de disyunción dialéctica, sino un tiempo sin juntura asegurada ni conjunción determinable. Lo que aquí se dice del tiempo vale también, por consiguiente o por lo mismo, para la historia, incluso aunque ésta pueda consistir en reparar, en los efectos de coyuntura, y el mundo es eso, la disyunción temporal: «The time is out of joint», el tiempo está desarticulado descoyuntado, désencajado, dislocado, el tiempo está trastocado acosado y trastornado, desquiciado, a la vez desarreglado y loco. El tiempo está fuera de quicio, el tiempo está deportado, fuera de sí, desajustado. Dice Hamlet, que abre así una de esas brechas, saeteras a menudo poéticas y pensantes, desde las que Shakespeare cuidaba de la lengua inglesa sin dejar, al mismo tiempo, de marcar el cuerpo de la misma con algún flechazo sin precedentes. Ahora bien, ¿cuándo llama Hamlet de ese modo a la dis-yunción del tiempo, pero también de la historia y del mundo, la dis-yunción de los tiempos que corren, el desajuste de nuestro tiempo, cada vez el nuestro? ¿Y cómo traducir «The time is out of joint»? Una sorprendente diversidad dispersa en los siglos la traducción de una obra maestra, de una obra genial, de una cosa del espíritu que parece justamente ingeniárselas. Maligno o no, un genio opera, resiste y desafía siempre a la manera de una cosa espectral. La obra animada se convierte en esa cosa, la Cosa que se las ingenia en habitar sin propiamente habitar, o sea en asediar, como un inaprensible espectro, tanto la memoria como la traducción. Una obra maestra se mueve siempre, por definición, a la manera de un fantasma. La Cosa asedia, por ejemplo, habla y causa, habita las numerosas versiones de ese pasaje, «the time is out of joint», sin residir nunca en ellas, sin confinarse jamás en ellas. Plurales, las maneras de traducir se organizan, no se dispersan de cualquier modo. También se desorganizan por el efecto mismo del espectro, a causa de la Causa a la que se denomina el original, y que, como todos los fantasmas, dirige demandas más que contradictorias, justamente dispares. Parece que aquéllas se distribuyen aquí en torno a algunas grandes posibilidades o tipos. En «The time is out of joint», time tan pronto es el tiempo mismo, la temporalidad del tiempo, tan pronto lo que la temporalidad hace posible (el tiempo como historia, los tiempos que corren, el tiempo en que vivimos, los días de hoy en día, la época), tan pronto, por consiguiente, el mundo tal como va, nuestro mundo de hoy en día, nuestro hoy, la actualidad misma: allí donde nos va bien (whither), y allí donde no nos va bien, allí donde esto se pudre (wither), donde todo marcha bien o no marcha bien, donde todo «va» sin ir como debería en los tiempos que corren. Time: es el tiempo, pero es también la historia, y es el mundo.

«The time is out of joint»: las traducciones se encuentran, ellas también, out of joint. Por correctas y legítimas que sean, y sea cual sea el derecho que se les reconozca, están todas desajustadas, como injustas en el hiato que les afecta: dentro de ellas mismas, ciertamente, puesto que su sentido permanece necesariamente equívoco, también en su relación entre sí y, por tanto, en su multiplicidad, finalmente o en primer lugar, en su irreductible inadecuación a la otra lengua o a la genialidad del acontecimiento que dicta la ley, a todas las virtualidades del original. La excelencia de la traducción no puede hacer nada para remediarlo. Peor, y esto es lo más dramático, no puede sino agravar o sellar la inaccesibilidad de la otra lengua. Veamos algunos ejemplos franceses, de entre los más notables, irreprochables e interesantes:

1. «Le temps est hors de ses gonds» [«El tiempo está fuera quicio»][vii]. La traducción de Yves Bonnefoy parece la más segura. Parece dejar abierta y suspendida, como en la epojé de ese tiempo mismo, la mayor potencialidad económica de la fórmula. Más técnica que orgánica, ética o política (lo que no deja de ser un hiato), la figura del quicio parece la más próxima al uso dominante y a la multiplicidad de usos del idioma que traduce.

2. «Le temps est détraqué» [«El tiempo está trastornado»][viii]. Traducción más bien arriesgada: cierto uso de la expresión permite pensar en el tiempo que hace (weather).

3. «Le monde est à l'envers» [«El mundo está al revés»][ix]. un «al revés» muy próximo a un «de través» que parece, a su vez, más próximo al original.

4. «Cette époque est deshonorée» [«Esta época está deshonrada»][x]. Por sorprendente que parezca a primera vista, la lectura de Gide concuerda, no obstante, con la tradición de un idioma que, de Moro a Tennyson, otorga un sentido aparentemente más ético o político a esta expresión. Out of joint calificaría la decadencia moral o la corrupción de la ciudad, el desarreglo o la perversión de las costumbres. Se pasa fácilmente de lo desajustado a lo injusto. Éste es nuestro problema: ¿cómo justificar este paso del desajuste (valor más bien técnico-ontológico que afecta a una presencia) a una injusticia que ya no sería ontológica? ¿Y si el desajuste fuera, por el contrario, la condición de la justicia? ¿Y si ese doble registro condensara su enigma, justamente, y potencializara su sobre-potencia en aquello que da su fuerza inaudita a la frase de Hamlet: The time is out of joint? No nos sorprendamos por ello, el Oxford English Dictionary pone esta frase como ejemplo de inflexión ético-política. Se capta con este notable ejemplo la necesidad de lo que decía Austin: un diccionario de palabras no puede nunca dar definiciones, sólo da ejemplos. La perversión de lo que, out of joint, no marcha bien o va de través (de través, pues, más que al revés), la vemos fácilmente oponerse como lo oblicuo, lo torcido, lo torticero o el través, a la rectitud, a la buena dirección de lo que va derecho, al espíritu de lo que orienta o funda el derecho -y conduce directamente, sin desvío, hacia la buena dirección, etc.-[xi]. Hamlet, por otra parte, contrapone claramente el estar out of joint del tiempo a su estar derecho, en derecho o en el camino derecho de lo que marcha bien. Maldice, incluso, la suerte que le habría hecho nacer para reparar un tiempo que marcha de través. Maldice el destino que le habría destinado justamente a él, a Hamlet, a hacer justicia, a volver a poner las cosas en orden, a volver a poner la historia, el mundo, la época, el tiempo, del derecho, en el camino derecho, a fin de que, conforme a la regla de su justo funcionamiento, avance derecho -y según el derecho-. Esta quejumbrosa maldición parece, ella misma, afectada por la torsión o por el entuerto que denuncia. Conforme a una paradoja que se plantea y resuelve por sí misma, Hamlet no maldice tanto la corrupción del tiempo. Más bien, y en primer lugar, maldice ese injusto efecto del desarreglo, a saber, la suerte que le habría destinado a él, a Hamlet, a volver a colocar en sus goznes un tiempo dislocado -y a volver a ponerlo al derecho, a reponerlo conforme al derecho-. Maldice su misión: hacer justicia por una di-misión del tiempo. Jura contra un destino que le conduce a hacer justicia por una falta, una falta del tiempo y de los tiempos, rectificando una dirección: haciendo de la rectitud y del derecho (to set it right) un movimiento de la corrección, de la reparación, de la restitución, de la venganza, de la revancha, del castigo. Jura contra esa desdicha, y esa desdicha carece de fondo, pues no es otra que él mismo, Hamlet. Hamlet está out of joint porque maldice su propia misión, el castigo que consiste en deber castigar, vengar, ejercer la justicia y el derecho bajo la forma de represalias; y lo que maldice en su misión es esa expiación de la expiación misma; en primer lugar, el que le sea innata, dada tanto por su nacimiento como en su nacimiento. Asignada, por tanto, por quien (o aquello que) vino antes que el. Como Job (3, 1), maldice el día que le vio nacer: «The time is out of joint: O cursed spite. That ever I was born to set it right». To set it right es traducido por rejointer [recomponer, volver a colocar en el quicio] (Bonnefoy), rentrer dans l’ordre [restablecer el orden] (Gide), remettre droit [volver a poner derecho] (Derocquigny), remettre en place [volver a poner en su sitio] (Malaplate). El golpe fatal, el entuerto trágico que habría sido hecho en su nacimiento mismo, la hipótesis de una intolerable perversión en el orden mismo de su destino, es el haberle hecho ser, a él, a Hamlet, y nacer, para el derecho, en virtud del derecho, reclamándole así que vuelva a poner el tiempo en el camino derecho, a hacer derecho, a impartir justicia y enderezar la historia, el entuerto de la historia. No hay tragedia, no hay esencia de lo trágico sino bajo la condición de esa originariedad, para mayor precisión: de esa anterioridad pre-originaria y propiamente espectral del crimen. Del crimen del otro, una fechoría cuyo acontecimiento y cuya realidad, cuya verdad, no pueden nunca presentarse en carne y hueso, sino solamente dejarse presumir, reconstruir, fantasear. Sin embargo, no se deja de cargar, desde el nacimiento, con una responsabilidad, aunque sólo sea para tener que reparar un mal en el preciso momento en que nadie sería capaz de reconocerlo, salvo confesándose confesando al otro, como si esto viniera a ser lo mismo. Hamlet maldice el destino que le habría destinado a ser el hombre del derecho, justamente, como si maldijera el derecho mismo que habría hecho de él un enderezador de entuertos, aquel que, al igual que el derecho, no puede venir sino después del crimen, o, simplemente, después: es decir, en una generación necesariamente segunda, originariamente tardía y, desde entonces, destinada a heredar. No se hereda nunca sin explicarse con algo del espectro (y con algo espectral), y desde ese momento, con más de un espectro. Con la falta, pero también con la inyunción de más de uno. Ése es el entuerto originario, la herida de nacimiento que padece, una herida sin fondo, una tragedia irreparable, la maldición indefinida que marca la historia del derecho o la historia como derecho: que el tiempo esté out of joint, eso es, lo que está también atestiguado por el nacimiento, incluso cuando éste condena a alguien a no ser el hombre del derecho sino en tanto que heredero enderezador de entuertos, es decir, castigando, condenando, matando. La maldición estaría inscrita en el derecho mismo. En su origen homicida.

Si el derecho se sustenta en la venganza, como parece lamentar Hamlet -antes que Nietzsche, antes que Heidegger, antes que Benjamin-, ¿no puede aspirarse a una justicia que, un día, un día que ya no pertenecería a la historia, un día casi mesiánico, se encontraría por fin sustraída a la fatalidad de la venganza? Mejor que sustraída: ¿infinitamente ajena, heterogénea en su fuente? Y ¿está ese día ante nosotros, por venir, o es más antiguo que la memoria misma? Si es difícil, en verdad imposible, hoy en día, decidir entre ambas hipótesis, es justamente porque The time is out of joint: tal sería la corrupción originaria del día de hoy o, asimismo, tal sería la maldición del justiciero, del día en que nací. ¿Resulta imposible reunir en torno a un foco la plurivocidad aparentemente desarreglada (ella misma out of joint) de estas interpretaciones? ¿Es posible encontrarle una regla de cohabitación en ese foco, bien entendido que éste estará siempre asediado, más que habitado, por el sentido del original? Ésta es la genialidad, la insigne agudeza, la firma de la Cosa «Shakespeare»: autorizar cada una de las traducciones, hacerlas posibles e inteligibles sin reducirse nunca a ellas. Su conexión reconduciría a lo que, en el honor, la dignidad, la buena imagen, el renombre, el título o el nombre, la legítima titularidad, lo estimable en general, lo justo mismo, si no el derecho, supone siempre la conexión, la reagrupación articulada consigo, la coherencia, la responsabilidad[xii]. Pero si la conexión en general, si la juntura del joint supone, en primer lugar, la conexión, la justeza o la justicia del tiempo, el ser-consigo o la concordia del tiempo, ¿qué pasa cuando el tiempo mismo viene a estar out of joint, dis-yunto, desajustado, inharmónico, descompuesto, desacordado o injusto? ¿Anacrónico?

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No un tiempo de junturas negadas, quebradas, maltratadas, en disfunción, desajustadas, según un dys de oposición negativa y de disyunción dialéctica, sino un tiempo sin juntura asegurada ni conjunción determinable. Lo que aquí se dice del tiempo vale también, por consiguiente o por lo mismo, para la historia, incluso aunque ésta pueda consistir en reparar, en los efectos de coyuntura, y el mundo es eso, la disyunción temporal: «The time is out of joint», el tiempo está desarticulado descoyuntado, désencajado, dislocado, el tiempo está trastocado acosado y trastornado, desquiciado, a la vez desarreglado y loco. El tiempo está fuera de quicio, el tiempo está deportado, fuera de sí, desajustado. Dice Hamlet, que abre así una de esas brechas, saeteras a menudo poéticas y pensantes, desde las que Shakespeare cuidaba de la lengua inglesa sin dejar, al mismo tiempo, de marcar el cuerpo de la misma con algún flechazo sin precedentes. Ahora bien, ¿cuándo llama Hamlet de ese modo a la dis-yunción del tiempo, pero también de la historia y del mundo, la dis-yunción de los tiempos que corren, el desajuste de nuestro tiempo, cada vez el nuestro? ¿Y cómo traducir «The time is out of joint»? Una sorprendente diversidad dispersa en los siglos la traducción de una obra maestra, de una obra genial, de una cosa del espíritu que parece justamente ingeniárselas. Maligno o no, un genio opera, resiste y desafía siempre a la manera de una cosa espectral. La obra animada se convierte en esa cosa, la Cosa que se las ingenia en habitar sin propiamente habitar, o sea en asediar, como un inaprensible espectro, tanto la memoria como la traducción. Una obra maestra se mueve siempre, por definición, a la manera de un fantasma. La Cosa asedia, por ejemplo, habla y causa, habita las numerosas versiones de ese pasaje, «the time is out of joint», sin residir nunca en ellas, sin confinarse jamás en ellas. Plurales, las maneras de traducir se organizan, no se dispersan de cualquier modo. También se desorganizan por el efecto mismo del espectro, a causa de la Causa a la que se denomina el original, y que, como todos los fantasmas, dirige demandas más que contradictorias, justamente dispares. Parece que aquéllas se distribuyen aquí en torno a algunas grandes posibilidades o tipos. En «The time is out of joint», time tan pronto es el tiempo mismo, la temporalidad del tiempo, tan pronto lo que la temporalidad hace posible (el tiempo como historia, los tiempos que corren, el tiempo en que vivimos, los días de hoy en día, la época), tan pronto, por consiguiente, el mundo tal como va, nuestro mundo de hoy en día, nuestro hoy, la actualidad misma: allí donde nos va bien (whither), y allí donde no nos va bien, allí donde esto se pudre (wither), donde todo marcha bien o no marcha bien, donde todo «va» sin ir como debería en los tiempos que corren. Time: es el tiempo, pero es también la historia, y es el mundo.

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ESPECTROS DE MARX EL ESTADO DE LA DEUDA, EL TRABAJO DEL DUELO Y LA NUEVA INTERNACIONAL Jacques Derrida Capítulo 1 INYUNCIONES DE MARX Exergo «The time is joint» (Hamlet) Fragmento 2

Así, pues, Whither marxism?, ¿Adónde va el marxismo? Ésa es la cuestión que nos plantearía el título de este coloquio. ¿En qué señalaría hacia Hamlet, Dinamarca, Inglaterra? ¿Por qué apuntaría a seguir a un fantasma? ¿Adónde? Whither? ¿Qué es seguir a un fantasma? ¿Y si eso nos llevara a ser seguidos por él, siempre; a ser perseguidos quizás en la misma caza que queremos darle? Otra vez aquí lo que parecía por-delante, el porvenir, regresa de antemano: del pasado, por-detrás. «Something is rotten in the State of Denmark», declara Marcelo en el momento en que Hamlet se dispone, justamente, a seguir al fantasma («I’ll follow thee» : acto I, esc. IV); «Whither», le preguntará muy pronto, él también: «Where wilt thou lead me? speak; I’ll go no further. Ghost: Mark me [...] I am thy Fathers Spirit»).

Repetición y primera vez, es quizá ésa la cuestión del acontecimiento como cuestión del fantasma: ¿qué es un fantasma?, ¿qué es la efectividad o la presencia de un espectro, es decir, de lo que parece permanecer tan inefectivo, virtual, inconsistente como un simulacro? ¿Hay ahí entre la cosa misma y su simulacro una oposición que se sostenga? Repetición y primera vez, pero también repetición y última vez, pues la singularidad de toda primera vez hace de ella también una última vez. Cada vez es el acontecimiento mismo una primera vez y una última vez. Completamente distinta. Puesta en escena para un fin de la historia. Llamemos a esto una fantología*. Esta lógica del asedio no sería sólo más amplia y más potente que una ontología o que un pensamiento del ser (del to be en el supuesto de que haya ser en el to be or not to be, y nada es menos seguro que eso). Abrigaría dentro de sí, aunque como lugares circunscritos o efectos particulares, la escatología o la teleología mismas. Las comprendería, pero incomprehensiblemente. ¿Cómo comprender, en efecto, el discurso del fin o el discurso sobre el fin? ¿Puede ser comprendida la extremidad del extremo? ¿Y la oposición entre to be y not to be? Hamlet ya comenzaba por el retorno esperado del rey muerto. Después del fin de la historia, el espíritu viene como (re)aparecido, figura a la vez como un muerto que regresa y como un fantasma cuyo esperado retorno se repite una y otra vez.

¡Ah, el amor de Marx por Shakespeare...! Es cosa conocida. Chris Hani compartía la misma pasión. Acabo de saberlo y me gusta esta idea. Aunque Marx cita más a menudo Timón de Atenas, el Manifiesto parece evocar o convocar, desde su apertura, la primera venida del fantasma silencioso, la aparición del espíritu que no responde, en esa terraza de Elsinore que es la vieja Europa. Pues si bien esta primera aparición teatral marcaba ya una repetición, ahora implica al poder político en los pliegues de esa iteración («In the same figure, like the King that’s dead», dice Barnardo una vez que, en su irreprimible deseo de identificación, cree reconocer la «Cosa»). Desde lo que podríamos llamar el otro tiempo o la otra escena, desde la víspera de la pieza, los testigos de la historia temen y esperan un retorno, luego, again and again, una ida y venida (Marcelo: «What! has this thing appear’d againe tonight?». Luego: «Enter the Ghost, Exit the Ghost, Re-enter the Ghost»). Cuestión de repetición: un espectro es siempre un (re)aparecido. No se pueden controlar sus idas y venidas porque empieza por regresar. Pensemos también en Macbeth y acordémonos del espectro de César. Después de haber expirado, regresa. Bruto también dice again: «Well; then I shall see thee again? Ghost: -Ay, at Philippi» (acto IV, esc. 111).

Ahora bien, ¡qué ganas hay de respirar! O de suspirar: después de la expiración misma, pues se trata del espíritu. Pero lo que parece casi imposible es seguir hablando del espectro, al espectro, seguir hablando con él, sobre todo seguir haciendo hablar o dejando hablar a un espíritu. Y el asunto parece aún más difícil para un lector, un sabio, un experto, un profesor, un intérprete, en suma, para lo que Marcelo llama un scholar. Puede que para un espectador en general. En el fondo, un espectador, en tanto que tal, es el último a quien un espectro puede aparecerse, dirigir la palabra o prestar atención. En el teatro o en la escuela. Hay razones esenciales para ello. Teóricos o testigos, espectadores, observadores, sabios e intelectuales, los scholars creen que basta con mirar. Desde ese momento, no están siempre en la posición más favorable para hacer lo que hay que hacer: hablar al espectro. Tal vez ésa es una entre tantas otras lecciones imborrables del marxismo. No hay ya, no ha habido nunca scholar capaz de hablar de todo dirigiéndose a quien sea, y aún menos a los fantasmas. No ha habido nunca un scholar que verdaderamente, y en tanto que tal, haya tenido nada que ver con el fantasma. Un scholar tradicional no cree en los fantasmas -ni en nada de lo que pudiera llamarse el espacio virtual de la espectralidad. No ha habido nunca un scholar que, en tanto que tal, no crea en la distinción tajante entre lo real y lo no-real, lo efectivo y lo no-efectivo, lo vivo y lo no-vivo, el ser y el no-ser (to be or not to be, según la lectura convencional), en la oposición entre lo que está presente y lo que no lo está, por ejemplo bajo la forma de la objetividad. Más allá de esta oposición, no hay para el scholar sino hipótesis de escuela, ficción teatral, literatura y especulación. Si nos refiriéramos únicamente a esta figura tradicional del scholar, habría entonces que desconfiar aquí de lo que podría definirse como la ilusión, la mistificación o el complejo de Marcelo. Éste no estaba quizá en situación de comprender que un scholar clásico no es capaz de hablar al fantasma. No sabía lo que es la singularidad de una posición, no digamos ya de una posición de clase como se decía en otro tiempo, sino la singularidad de un lugar de habla, de un lugar de experiencia y de un vínculo de filiación, lugares y vínculos desde los cuales, y únicamente desde los cuales, puede uno dirigirse al fantasma: «Thou art a Scholler; speake to it Horatio», dice ingenuamente, como si participase en un coloquio. Recurre al scholar, al sabio o al intelectual instruido, al hombre de cultura como a un espectador capaz de introducir la distancia necesaria o encontrar las palabras apropiadas para observar, mejor dicho, para apostrofar a un fantasma, es decir, también para hablar la lengua de los reyes o de los muertos. Pues Barnardo acaba de vislumbrar la figura del rey muerto, cree haberla identificado, por semejanza («Barnardo: In the same figure, like the King that’s dead. Marcelo: Thou art a Scholler, speake to it Horatio»). No le pide sólo que hable al fantasma, sino que le llame, le interpele, le interrogue, más exactamente, que pregunte a la Cosa que todavía es: «Question it Horatio».Y Horacio ordena a la Cosa que hable, se lo manda por dos veces en una actitud a la vez imperiosa y acusadora. Horacio exige, conmina a la vez que conjura («By heaven I Charge thee speake! [...] speake, speake! I Charge thee, speake!»). Y, en efecto, se traduce a menudo «I Charge thee» por «te conjuro» [«je t’en conjure»], lo que nos indica una vía por la cual se cruzarán más tarde la inyunción y la conjuración. Conjurándole a hablar, Horacio quiere confiscar, estabilizar, detener al espectro dentro de su palabra: «(For which, they say, you Spirits of walke in death) Speake of it. Stay, and speake. Stop it Marcellus».

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Sin embargo, entre todas las tentaciones a las que debo hoy resistirme, está la de la memoria: contar lo que ha sido para mí, y para los de mi generación, que la han compartido durante toda una vida, la experiencia del marxismo, la figura casi paterna de Marx, su disputa en nosotros con otras filiaciones, la lectura de los textos y la interpretación de un mundo en el cual la herencia marxista era (aún sigue y seguirá siéndolo) absolutamente y de parte a parte determinante. No es necesario ser marxista o comunista para rendirse a esta evidencia. Habitamos todos un mundo, algunos dirían una cultura, que conserva, de forma directamente visible o no, a una profundidad incalculable, la marca de esta herencia.

Entre los rasgos que caracterizan una cierta experiencia propia en mi generación, es decir, una experiencia que habrá durado al menos cuarenta años y que no ha terminado, aislaría en primer lugar una paradoja preocupante. Se trata de una perturbación del déjà vu, e incluso de cierto «siempre déjà vu». Este malestar de la percepción, de la alucinación y del tiempo lo menciono en razón del tema que nos reúne esta tarde: whither marxism? Para muchos de entre nosotros la cuestión tiene nuestra edad. En particular para los que -éste fue también mi caso- se oponían ciertamente al «marxismo» o al «comunismo» de hecho (la Unión Soviética, la Internacional de partidos comunistas, y todo lo que se seguía de ello, es decir, tantas y tantas cosas...) pero entendían por lo menos hacerlo por motivaciones distintas de las conservadoras o reaccionarias, incluso de las propias de posiciones de derecha moderada o republicana. Para muchos de nosotros, un cierto (digo bien, un cierto) fin del comunismo marxista no ha esperado al reciente hundimiento de la URSS y todo lo que de ello depende en el mundo. Todo esto empezó -todo esto era incluso déjà vu-, indudablemente, desde el principio de los años cincuenta. Desde entonces, la cuestión que nos reúne esta tarde (whither marxism?) resuena como una vieja repetición. Lo fue ya, aunque de una manera completamente distinta, la que se imponía a muchos de los que eramos jóvenes en esa época. La misma cuestión había ya resonado. La misma, ciertamente, pero de modo totalmente distinto. Y la diferencia en la resonancia, eso es lo que hace eco esta tarde. Aún es por la tarde, sigue cayendo la noche a lo largo de las «murallas», sobre los battlements de una vieja Europa en guerra. Con el otro y con ella misma.

¿Por qué? Era la misma cuestión, ya, como cuestión final. Indudablemente, muchos jóvenes de hoy en día (del tipo «lectores-consumidores de Fukuyama» o del tipo «Fukuyama» mismo) no están lo bastante enterados: los temas escatológicos del «fin de la historia», del «fin del marxismo», del «fin de la filosofía», de los «fines del hombre», del «último hombre», etc., eran en los años cincuenta, hace cuarenta años, el pan nuestro de cada día. Este pan de apocalipsis no se nos caía ya de la boca. Con toda naturalidad. Con la misma naturalidad con que tampoco se nos caía de la boca aquello que, después, en 1980, denominé «el tono apocalíptico en filosofía».

¿Qué consistencia tenía ese pan? ¿Qué gusto? Estaba, por una parte, la lectura o el análisis de los que podríamos denominar los clásicos del fin. Formaban el canon del apocalipsis moderno (fin de la Historia, fin del Hombre, fin de la Filosofía, Hegel, Marx, Nietzsche, Heidegger, con su codicilo kojeviano y los codicilos del propio Kojève). Estaba, por otra parte, e indisociablemente, lo que sabíamos o lo que algunos de nosotros desde hacía mucho tiempo no se ocultaban a sí mismos sobre el terror totalitario en los países del Este, sobre los desastres socioeconómicos de la burocracia soviética, sobre el estalinismo pasado o el neoestalinismo entonces vigente (en líneas generales: desde los procesos de Moscú a la represión en Hungría, por limitarnos a estos mínimos índices). Tal fue sin duda el el elemento en donde se desarrolló lo que se llama la deconstrucción -y no puede comprenderse nada de ese momento de la deconstrucción, especialmente en Francia, si no se tiene en cuenta este enmarañamiento histórico-. Por ello, para aquellos con quienes he compartido ese tiempo singular, esa doble y única experiencia (a la vez filosófica y política), para nosotros, me atrevería a decir, el alarde mediático de los discursos actuales sobre el fin de la historia y el último hombre se parece muy a menudo a un fastidioso anacronismo. Al menos hasta cierto punto que precisaremos más adelante. Algo de este fastidio transpira por otra parte a través del cuerpo de la cultura más fenoménica de hoy día: lo que se oye, se lee y se ve, lo que más se mediatiza en las capitales occidentales. En cuanto a los que se entregan a ello con el júbilo de un frescor juvenil, dan la impresión de estar retrasados, un poco como si fuera posible tomar aún el último tren después del último tren, e ir todavía con retraso respecto a un fin de la historia.

¿Cómo se puede ir con retraso respecto al fin de la historia? Cuestión de actualidad. Cuestión seria, pues obliga a reflexionar de nuevo, como lo hacemos desde Hegel, sobre lo que pasa y merece el nombre de acontecimiento después de la historia, y a preguntarse si el fin de la historia no es solamente el fin de un cierto concepto de la historia. Es ésta quizás una de las cuestiones que habría que plantear a quienes no se contentan sólo con ir con retraso respecto al apocalipsis y al último tren del fin sin ir, por así decirlo, asfixiados, sino que, además, encuentran el modo de sacar pecho con la buena conciencia del capitalismo, del liberalismo y de las virtudes de la democracia parlamentaria -designaremos por tal no al parlamentarismo y a la representación política en general, sino a las formas presentes, es decir, en realidad pasadas, de un dispositivo electoral y de un aparato parlamentario.

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ESPECTROS DE MARX EL ESTADO DE LA DEUDA, EL TRABAJO DEL DUELO Y LA NUEVA INTERNACIONAL Jacques Derrida Capítulo 1 INYUNCIONES DE MARX Exergo «The time is joint» (Hamlet)


https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/textos/marx_inyunciones.htm

Traducción de José Miguel Alarcón y Cristina de Peretti. Edición digital de Derrida en castellano.


Hamlet [...]. Sweare.
Ghost [Beneath]. Sweare [They swear].
Hamlet. Rest, rest, perturbed Spirit! So, Gentlemen,
With all my loue 1 doe commend me to you;
And what so poore a man as Hamlet is,
Doe t’expresse his loue and friending to you,
God willing shall not lacke: Let us goe in together,
And still your fingers on your lippes 1 pray,
The time is out of ioynt : Oh cursed spight,
Thar ever 1 was borne to set it right.
Nay, corne let’s goe together. (Exeunt) 

(Acto 1, esc. V)



Hamlet [...]: jurez.
Le spectre, [sous terre]: jurez [Ils jurent].
Hamlet: Calme-toi, calme-toi, esprit inquiet. Maintenant, messieurs,
De tout mon coeur je m’en remets à vous
Et tout ce qu’un pauvre tel qu’Hamlet
Pourra vous témoigner d’amitié et d’amour,
Vous l’aurez, Dieu aidant. Rentrons ensemble,
Et vous, je vous en prie, bouche cousue.
Le temps est hors de ses gonds. O sort maudit
Qui veut que je sois né pour le rejointer!
Allons, rentrons ensemble.

Traducido por Yves Bonnefoy*


 Y ahora los espectros de Marx. (Pero ahora sin coyuntura. Un ahora desquiciado, disyunto o desajustado, out of joint, un ahora dislocado que corre en todo momento el riesgo de no mantener nada unido en la conjunción asegurada de algún contexto cuyos bordes todavía serían determinables.)

*
Exordio o incipit: este primer nombre abre, pues, la primera escena del primer acto: «Ein Gespenst geht um in Europa -das Gespenst des Kommunismus». Como en Hamlet, príncipe de un Estado corrompido, todo comienza con la aparición del espectro. Para más precisión, con la espera de su aparición. La anticipación es a la vez impaciente, angustiada y fascinada: aquello, la cosa (this thing) acabará por llegar. El (re)aparecido va a venir. No puede tardar. ¡Cómo tarda! Para ser más precisos todavía: todo comienza en la inminencia de una re-aparición, pero de la reaparición del espectro como aparición por primera vez en la obra. El espíritu del padre va a volver y pronto le dirá: «I am thy Fathers Spirit» (acto I, esc. V). Pero aquí, al principio de la obra, vuelve, por así decirlo, por primera vez. Es una primicia, la primera vez en escena.

[Primera sugerencia: el asedio es histórico, cierto, pero no data, no se fecha dócilmente en la cadena de los presentes, día tras día, según el orden instituido de y por un calendario. Intempestivo, no llega, no le sobreviene, un día, a Europa, como si ésta, en determinado momento de su historia, se hubiera visto aquejada de un cierto mal, se hubiera dejado habitar en su interior, es decir, se hubiera dejado asediar por un huésped extranjero. No es que el huésped sea menos extranjero por haber ocupado desde siempre la domesticidad de Europa. Pero no había dentro, no había nada dentro antes de él. Lo fantasmal se desplazaría como el movimiento de esa historia. Este asedio marcaría la existencia misma de Europa. Abriría el espacio y la relación consigo misma de lo que se llama, al menos desde la Edad Media, Europa. La experiencia del espectro: así es como, con Engels, Marx también pensó, describió o diagnosticó cierta dramaturgia de la Europa moderna, sobre todo la de sus grandes proyectos unificadores. Habría incluso que decir que la representó o escenificó. Desde la sombra de una memoria filial, Shakespeare habrá inspirado a menudo esa escenificación marxiana. Más tarde, más cerca de nosotros pero conforme a la misma genealogía, en el ruido nocturno de su concatenación, rumor de fantasmas encadenados a fantasmas, otro descendiente sería Valéry. Shakespeare qui genuit Marx qui genuit Valéry (y algunos otros).

Pero ¿qué se produce entre estas generaciones? Una omisión, un extraño lapsus. Da, después fort, exit Marx. En La crisis del espíritu (1919) («y nosotras, civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales..., etc.») el nombre de Marx aparece una sola vez. Se inscribe: he ahí el nombre de una calavera que ha de venir a las manos de Hamlet:



Ahora, sobre una inmensa terraza de Elsinore, que va de Basilea a Colonia, que llega hasta las arenas de Nieuport, hasta las marismas del Somme, las calizas de Champaña, los granitos de Alsacia -el Hamlet europeo observa millares de espectros. No obstante, es un Hamlet intelectual. Medita sobre la vida y la muerte de las verdades. Sus fantasmas son los objetos de nuestras controversias; sus remordimientos, los títulos de nuestra gloria [...] Si toma una calavera en sus manos, es una calavera ilustre. -¿Whose was it? Éste fue Lionardo. [...] Y este otro cráneo es el de Leibniz, que soñó con la paz universal. Y aquél fue Kant qui genuit Hegel qui genuit Marx qui genuit... Hamlet no sabe muy bien qué hacer con estos cráneos. Pero ¡si los abandona!... ¿acaso no dejará de ser él mismo?[ii].



Más tarde, en La política del espíritu (ed. francesa, p. 1031), Valéry define el hombre y la política. El hombre: «una tentativa de crear lo que me atrevería a llamar el espíritu del espíritu» (p. 1025).

En cuanto a la política, siempre «implica alguna idea del hombre» (p. 1029). En ese momento, Valéry se cita a sí mismo. Reproduce entonces la página sobre el «Hamlet europeo» que acabamos de señalar. Curiosamente, con la seguridad extraviada pero infalible de un sonámbulo, no omite entonces más que una frase, una sola, sin siquiera señalar la omisión mediante unos puntos suspensivos: la que nombra a Marx, precisamente en el cráneo de Kant («Y éste fue Kant qui genuit Hegel qui genuit Marx qui genuit...»). ¿Por qué esta omisión, esta única omisión? El nombre de Marx ha desaparecido. ¿Adónde ha ido a parar? Exeunt Ghost and Marx, hubiera anotado Shakespeare. El nombre del desaparecido ha debido de inscribirse en otro lugar.

Valéry, en lo que dice como en lo que olvida decir de las calaveras y de las generaciones de espíritus, nos recuerda al menos tres cosas. Estas tres cosas conciernen justamente a esa cosa que se llama el espíritu. Desde que se deja de distinguir el espíritu del espectro, el espíritu toma cuerpo, se encarna, como espíritu, en el espectro. O más bien, el mismo Marx lo precisa -llegaremos a ello-, el espectro es una incorporación paradójica, el devenir-cuerpo, cierta forma fenoménica y carnal del espíritu. El espectro se convierte más bien en cierta «cosa» difícil de nombrar: ni alma ni cuerpo, y una y otro. Pues son la carne y la fenomenalidad las que dan al espíritu su aparición espectral, aunque desaparecen inmediatamente en la aparición, en la venida misma del (re)aparecido o en el retorno del espectro. Hay algo de desaparecido en la aparición misma como reaparición de lo desaparecido. El espíritu, el espectro, no son la misma cosa, tendremos que afinar esta diferencia, pero respecto a lo que tienen en común, no se sabe lo que es, lo que es presentemente. Es algo que, justamente, no se sabe, y no se sabe si precisamente es, si existe, si responde a algún nombre y corresponde a alguna esencia. No se sabe: no por ignorancia, sino porque ese no-objeto, ese presente no presente, ese ser-ahí de un ausente o de un desaparecido no depende ya del saber. Al menos no de lo que se cree saber bajo el nombre de saber. No se sabe si está vivo o muerto. He aquí -o he ahí, allí- algo innombrable o casi innombrable: algo, entre alguna cosa y alguien, quienquiera o cualquiera, alguna cosa, esta cosa, this thing, esta cosa sin embargo y no otra, esta cosa que nos mira viene a desafiar tanto a la semántica como a la ontología, tanto al psicoanálisis como a la filosofía («Marcelo: What, ha’s this thing appear’d againe tonight? Barnardo: I haue seene nothing»). La Cosa es aún invisible, no es nada visible («I haue seene nothing»), en el momento en que se habla de ella y para preguntarse si ha reaparecido. No es aún nada que se vea cuando se habla de ella. No es ya nada que se vea cuando de ella habla Marcelo, pero ha sido vista dos veces. Y es para ajustar la palabra a la visión para lo que se ha convocado al escéptico Horacio. Horacio hará de tercero y de testigo (terstis) «[ ...] if againe this Apparition come, He may approue our eyes and speake to it»: «Si este espectro vuelve, Él podrá hacer justicia a nuestros ojos, y hablarle» (acto 1, esc. 1).

Esa Cosa que no es una cosa, esa Cosa invisible entre sus apariciones, tampoco es vista en carne y hueso cuando reaparece. Esa Cosa, sin embargo, nos mira y nos ve no verla incluso cuando está ahí. Una espectral disimetría interrumpe aquí toda especularidad. Desincroniza, nos remite a la anacronía. Llamaremos a esto el efecto visera: no vemos a quien nos mira. Aunque en su fantasma el rey se parece a sí mismo «como a ti mismo tú te pareces» («As thou art to thy selfe»), dice Horacio, esto no impide que mire sin ser visto: su aparición le hace aparecer también invisible bajo su armadura («Such was the very Armourhe had on [...] »). De este efecto visera no volveremos a hablar, al menos directamente y bajo este nombre, pero se dará supuesto en todo lo que expongamos en lo sucesivo a propósito del espectro en general, en Marx y en otros lugares. Como se precisará más tarde, a partir de La ideología alemana y la explicación con Stirner, lo que distingue al espectro o al (re)aparecido del espíritu, incluso del espíritu en el sentido de fantasma en general, es una fenomenalidad sobrenatural y paradójica, sin duda, la visibilidad furtiva e inaprensible de lo invisible o una invisibilidad de un algo visible, esa sensibilidad insensible de la que habla El Capital -nos ocuparemos de ello- a propósito de un cierto valor de cambio: es también, sin duda, la intangibilidad tangible de un cuerpo propio sin carne pero siempre de alguno como algún otro. Y de algún otro al que no nos apresuraremos a determinar como yo, sujeto, persona, conciencia, espíritu, etc. Ya con ello basta para distinguir también el espectro, no sólo del icono o del ídolo, sino también de la imagen de imagen, del phantasma platónico, así como del simple simulacro de algo en general del que, sin embargo, está tan próximo y con el que comparte en otros aspectos más de un rasgo. Pero no es eso todo, ni es lo más irreductible. Otra sugerencia: este algún otro espectral nos mira, nos sentimos mirados por él, fuera de toda sincronía, antes incluso y más allá de toda mirada por nuestra parte, conforme a una anterioridad (que puede ser del orden de la generación, de más de una generación) y a una disimetría absolutas, conforme a una desproporción absolutamente indominable. La anacronía dicta aquí la ley. El efecto visera desde el que heredamos la ley es eso: el sentirnos vistos por una mirada con la que será siempre imposible cruzar la muestra. Como no vemos a quien nos ve, y dicta la ley, y promulga la inyunción, una inyunción por otra parte contradictoria, como no vemos a quien ordena: «jura» (swear), no podemos identificarlo con certeza, estamos entregados a su voz. A quien dice: «Soy el espectro de tu padre» («I am thy Fathers Spirit»), sólo podemos creerle bajo palabra. Sumisión esencialmente ciega a su secreto, al secreto de su origen: primera obediencia a la inyunción, que condicionará a todas las demás. Siempre puede tratarse de algún otro, que puede mentir, disfrazarse de fantasma, y también otro fantasma puede hacerse pasar por éste. Siempre es posible. Más adelante hablaremos de la sociedad o del comercio de los espectros entre sí, ya que siempre hay más de uno. La armadura, esa «pieza de vestuario» que ninguna escenificación podrá ahorrarse nunca, la vemos cubrir de pies a cabeza, a los ojos de Hamlet, el supuesto cuerpo del padre. No se sabe si forma parte o no de la aparición espectral. Esta protección es rigurosamente problemática (problema: también es un escudo), ya que impide a la percepción decidir sobre la identidad que tan sólidamente confina en su caparazón. La armadura puede no ser sino el cuerpo de un artefacto real, una especie de prótesis técnica, un cuerpo ajeno al cuerpo espectral al que viste, oculta y protege, enmascarando así hasta su identidad. La armadura no deja ver nada del cuerpo espectral, pero, a la altura de la cabeza y bajo la visera, permite al presunto padre ver y hablar. Se han practicado, y ajustado, aberturas que le permiten ver sin ser visto y hablar, eso sí, para ser oído. El yelmo (helm, el casco), al igual que la visera, no sólo daba protección: sobrepasaba el escudo, y señalaba la autoridad del jefe, como blasón de su nobleza.

segunda-feira, 23 de setembro de 2019

ESPECTROS DE MARX EL ESTADO DE LA DEUDA, EL TRABAJO DEL DUELO Y LA NUEVA INTERNACIONAL Jacques Derrida Traducción de José Miguel Alarcón y Cristina de Peretti, Valladolid, 19983. Edición digital de Derrida en Capítulo 3 DESGASTES[i] (PINTURA DE UN MUNDO SIN EDAD)

Capítulo 3
DESGASTES
[i]
(PINTURA DE UN MUNDO SIN EDAD)

The time is out of jointEl mundo va mal. Está desgastado pero su desgaste ya no cuenta. Vejez o juventud — ya no se cuenta con él. El mundo tiene más de una edad. La medida de su medida nos falta. Ya no damos cuenta del desgaste, ya no nos damos cuenta de él como de una única edad en el progreso de una historia. Ni maduración, ni crisis, ni siquiera agonía. Otra cosa. Lo que ocurre le ocurre a la edad misma, para asestar un golpe al orden teleológico de la historia. Lo que viene, donde aparece lo intempestivo, le ocurre al tiempo, pero no ocurre a tiempo. Contra-tiempo. The time is out of jointHabla teatral, habla de Hamlet ante el teatro del mundo, de la historia y de la política. La época está fuera de quicio. Todo, empezando por el tiempo, parece desarreglado, injusto o desajustado. El mundo va muy mal, se desgasta a medida que envejece, como dice también el Pintor en la apertura de Timón de Atenas (tan del gusto de Marx, por cierto). Ya que se trata del discurso de un pintor, como si hablara de un espectáculo o ante una pintura: «How goes the world— It wears, sir, as it grows». En la traducción francesa de François-Victor Hugo: «El Poeta. — Hace mucho tiempo que no os veo. ¿Cómo va el mundo? El Pintor. — Se gasta, señor, a medida que envejece».
Este desgaste en la expansión, en el crecimiento mismo, es decir, en la mundialización del mundo, no es el desenvolvimiento de un proceso normal, normativo o normado. No es una fase de desarrollo, una crisis más, una crisis de crecimiento, ya que el crecimiento es el mal (It wears, sir, as it grows), no es ya un fin-de-las-ideologías, una última crisis-del-marxismo, o una nueva crisis-del-capitalismo.
El mundo va mal, la pintura es sombría, se diría que casi negra. Formulemos una hipótesis. Supongamos que, por falta de tiempo (el espectáculo o la pintura están siempre «faltos de tiempo»), se proyecta solamente pintar, como el Pintor de Timón de AtenasUn pintura negra sobre una pintura negra.
Taxonomía o detención de la imagen. Título: The time is out of joint o: «Lo que hoy va tan mal en el mundo». A este título banal habría que tolerarle su forma neutra, para evitar hablar de crisis, concepto muy insuficiente, y para evitar decidir entre el mal como sufrimiento y el mal como entuerto o como crimen.
A este título para una posible pintura negra se le podrían añadir simplemente algunos subtítulos. ¿Cuáles?
La pintura kojeviana del estado del mundo y de los Estados Unidos de la postguerra podía ya entonces chocar. El optimismo se teñía allí de cinismo. Era ya entonces insolente decir que «todos los miembros de una sociedad sin clases pueden apropiarse, desde ahora, de todo lo que les plazca, sin por ello trabajar más de lo que les apetezca». Pero ¿qué pensar hoy de la imperturbable ligereza que consiste en cantar el triunfo del capitalismo o del liberalismo económico y político, «la universalización de la democracia liberal occidental como punto final del gobierno humano», el «fin del problema de las clases sociales»?, ¿qué cinismo de la buena conciencia, qué denegación maníaca puede hacer escribir, cuando no creer, que «todo lo que obstaculizaba el reconocimiento recíproco de la dignidad de los hombres, siempre y en todas partes, ha sido refutado y enterrado por la historia»[ii]?
Provisionalmente y por comodidad, atengámonos para empezar a la caduca oposición entre guerra civil y guerra internacional. Con respecto a la guerra civil, ¿hay que recordar otra vez que nunca la democracia liberal de forma parlamentaria ha sido tan minoritaria ni ha estado tan aislada en el mundo? ¿Que nunca estuvo en semejante estado de disfuncionamiento en lo que se llaman las democracias occidentales? La representatividad electoral o la vía parlamentaria no sólo está falseada, como fue siempre el caso, por un gran número de mecanismos socio-económicos, sino que se ejerce cada vez peor en un espacio público profundamente trastornado por los aparatos tecno-tele-mediáticos y por los nuevos ritmos de la información y de la comunicación, por los dispositivos y la velocidad de las fuerzas que representan, e igualmente, y como consecuencia, por los nuevos modos de apropiación que aquéllas ponen en marcha, por la nueva estructura del acontecimiento y de su espectralidad que produce(que inventan y ponen al día, inauguran y revelan, hacen suceder y sacan a la luz a la vez, ahí donde aquéllas estaban ya ahí sin estar ahíde lo que aquí se trata es del concepto de producción en su relación con el fantasma). Esta transformación no afecta sólo a los hechos, sino al concepto de tales «hechos». Al concepto mismo del acontecimiento. La relación entre la deliberación y la decisión, el mismo funcionamiento del gobierno ha cambiado, no solamente en sus condiciones técnicas, su tiempo, su espacio y su velocidad, sino también, sin que nos hayamos realmente dado cuenta, en su concepto. Acordémonos de las transformaciones técnicas, científicas y económicas que, en Europa, después de la Primera Guerra Mundial, habían ya trastornado la estructura topológica de la res publicadel espacio público y de la opinión pública. No afectaban solamente a esta estructura topológica, sino que comenzaban incluso a hacer problemática la presuposición de lo topográfico y que hubiera un lugar y, por tanto, un cuerpo identificable y estabilizable para el habla, la cosa o la causa pública, poniendo en crisis, como se dice a menudo, a la democracia liberal, parlamentaria y capitalista, abriendo así el camino a tres formas de totalitarismo que después se aliaron, se combatieron o se combinaron de mil maneras. Ahora bien, estas transformaciones se amplifican hoy desmesuradamente. Por otra parte, este proceso no responde ya siquiera a una ampliación, si por esta palabra se entiende un crecimiento homogéneo y continuo. Lo que ya no se mide es el salto que nos aleja ya de aquellos poderes mediáticos que, en los años veinte, antes de la televisión, transformaban profundamente el espacio público, debilitaban peligrosamente la autoridad y la representatividad de los electos y reducían el campo de las discusiones, deliberaciones y discusiones parlamentarias. Podría incluso decirse que ya ponían en cuestión a la democracia electoral y a la representación política, al menos tal y como las conocemos hasta ahoraPues si, en todas las democracias occidentales, se tiende a no respetar ya al político profesional, ni siquiera al hombre de partido como tal, no es ya solamente a causa de tal o cual insuficiencia personal, de tal o cual fallo o de tal o cual incompetencia, de tal o cual escándalo —que en lo sucesivo son cada vez mejor conocidos, amplificados, de hecho con frecuencia producidos, si no premeditados, por un poder mediático—. Y es que el político se convierte cada vez más, casi de manera exclusiva, en un personaje de representación mediática en el momento mismo en que la transformación del espacio público, precisamente por los media, le hace perder lo esencial del poder e incluso de la competencia que ostentaba anteriormente y que recibía de las estructuras de la representación parlamentaria, de los aparatos de partido vinculados a ella, etc. Cualquiera que sea su competencia personal, el político profesional conforme al antiguo modelo tiende hoy a resultar estructuralmente incompetente. El mismo poder mediático acusa, produce y amplifica a la vez esta incompetencia del político tradicional: por una parte, le sustrae el poder legítimo que recibía del antiguo espacio político (partido, parlamento, etc.), pero, por otra parte, le obliga a convertirse en una simple silueta, si no en una marioneta en el teatro de la retórica televisiva. Antes se le consideraba actor de la política, ahora corre a menudo el riesgo, como es bien sabido, de no ser más que actor de televisión[iii]. Respecto de la guerra internacional o civil-internacional, ¿es necesario aún recordar las guerras económicas, las guerras nacionales, las guerras de las minorías, el desencadenamiento de los racismos y de las xenofobias, los enfrentamientos étnicos, los conflictos culturales y religiosos que hoy en día desgarran la Europa llamada democrática y el mundo? Regimientos de fantasmas han reaparecido, ejércitos de todas las épocas, camuflados bajo los síntomas arcaicos de lo para-militar y del super-armamento postmoderno (informática, vigilancia panóptica por satélite, amenaza nuclear, etc.). Aceleremos. Más allá de estos dos tipos de guerra (civil e internacional) cuya frontera ya apenas se distingue, ennegrezcamos aún más el cuadro de este desgaste más allá del desgaste. Señalemos de un plumazo lo que amenazaría con hacer que la euforia del capitalismo demócrata-liberal o socialdemócrata pareciese la más ciega y delirante de las alucinaciones, o incluso una hipocresía cada vez más chillona con su retórica formal o juridicista sobre los derechos humanos. No se tratará solamente de acumular los «testimonios empíricos», como diría Fukuyama, no bastará con señalar con el dedo la masa de hechos irrecusables que este cuadro podría describir o denunciar. La cuestión, muy brevemente expuesta, no sería ni siquiera la del análisis al que habría que proceder entonces en todas estas direcciones, sino la de la doble interpretaciónla de las lecturas rivales que este cuadro parece reclamar y obligarnos a asociar. Si se nos permitiera indicar estas plagas del «nuevo orden mundial» en un telegrama de diez frases, tal vez escogeríamos las siguientes:

1. El paro, esta desregulación mejor o peor calculada de un nuevo mercado, de unas nuevas tecnologías, de una nueva competitividad mundial, merecería hoy día, sin duda, otro nombre, al igual que el trabajo o la producción. Tanto más cuanto que el tele-trabajo introduce un nuevo reparto que perturba tanto los métodos del cálculo tradicional como la oposición conceptual entre el trabajo y el no-trabajo, la actividad, el empleo, y su contrario. Esta desregulación regular está a la vez dominada, calculada, «socializada», es decir, muy a menudo denegada —y es irreductible a la previsión, como el sufrimiento mismo, un sufrimiento que sufre aún más, y más oscuramente, de haber perdido sus modelos y su lenguaje habituales, desde el momento en que no es reconocible ya con el viejo nombre de paro ni en la escena a la que ha dado nombre durante mucho tiempo—. La función de la inactividad social, del no-trabajo o del subempleo entra en una nueva era. Reclama otra política. Y otro concepto. El «nuevo paro» se parece tan poco al paro, en las formas mismas de su experiencia y de su cálculo, como aquello que, en Francia, se denomina la «nueva pobreza» pueda parecerse a la pobreza.

2. La exclusión masiva de ciudadanos sin techo (homeless) de toda participación en la vida democrática de los Estados, la expulsión o deportación de tantos exiliados, apátridas e inmigrados fuera de un territorio llamado nacional anuncian ya una nueva experiencia de las fronteras y de la identidad: nacional o civil.

3. La guerra económica sin cuartel entre los países de la Comunidad Europea mismos, entre ellos y los países europeos del Este, entre Europa y Estados Unidos, entre Europa, Estados Unidos y Japón. Esta guerra preside todo, empezando por las otras guerras, puesto que preside la interpretación práctica y la aplicación inconsecuente y desigual del derecho internacional. Hay demasiados ejemplos de ello desde hace más de un decenio.

4. La incapacidad para dominar las contradicciones en el concepto, las normas y la realidad del mercado liberal (las barreras de un proteccionismo y la sobrepuja intervencionista de los Estados capitalistas para proteger a los suyos, incluso a los occidentales o los europeos en general, contra la mano de obra barata, a menudo sin protección social comparable). ¿Cómo salvaguardar sus propios intereses en el mercado mundial al tiempo que se pretende proteger sus «conquistas sociales», etc.?

5. La agravación de la deuda externa y otros mecanismos conexos conducen al hambre o a la desesperación a una gran parte de la humanidad. Tienden así a excluirla simultáneamente del mercado que, no obstante, esta lógica procuraría extender. Este tipo de contradicciones agita muchas fluctuaciones geopolíticas, por más que parezcan dictadas por el discurso de la democratización o de los derechos humanos.

6. La industria y el comercio de armamentos (tanto los «convencionales» como los de máxima sofisticación tele-tecnológica) están inscritos en la regulación normal de la investigación científica, de la economía y de la socialización del trabajo en las democracias occidentales. A no ser que se produjese una inimaginable revolución, no se los puede suspender, ni siquiera reducir, sin correr riesgos mayores, empezando por la agravación del aludido paro. En cuanto al tráfico de armas, en la medida (limitada) en que se le podría todavía distinguir del comercio .normal», sigue siendo el primero en el mundo, por delante del narcotráfico, al que no siempre es ajeno.

7. La extensión (la «diseminación») del armanento atómico, que sostienen los mismos países que dicen querer protegerse de ella, no es ya ni siquiera controlable, como lo fue durante mucho tiempo, por estructuras estatales. No desborda solamente el control estatal, sino todo mercado declarado.

8. Las guerras interétnicas (hubo alguna vez otras?) se multiplican, guiadas por un fantasma y un concepto arcaicospor un fantasma conceptual primitivo de la comunidad, del Estado-nación, de la soberanía, de las fronteras, del suelo y de la sangre. El arcaísmo no es un mal en sí, conserva sin duda un recurso irreductible. Pero ¿cómo negar que este fantasma conceptual esté más caduco, por así decirlo, que nunca, en la ontopología misma que él supone, por la dislocación teletécnica? Entendemos por ontopología una axiomática que vincula indisociablemente el valor ontológico del ser-presente (on) a su situacióna la determinación estable y presentable de una localidad (el topos del territorio, del suelo, de la ciudad, del cuerpo en general). No por extenderse de manera insólita, cada vez más diferenciada y más acelerada (es la aceleración misma, más allá de las normas de velocidad que han informado hasta aquí la cultura humana), es este proceso de dislocación menos archi-originario, es decir, tan «arcaico» como el arcaísmo al que aquélla desaloja desde siempre. En todo caso, es la condición positiva de la estabilización que sigue siempre reactivando. Siendo toda estabilidad en un lugar una estabilización o una sedentarización, habrá sido preciso que la différance local, el espaciamiento de un desplazamiento dé el movimiento. Y deje sitio y dé lugar. Todo arraigamiento nacional, por ejemplo, arraiga en primer lugar en la memoria o en la angustia de una población desplazada —o desplazable—. Out of joint no lo está solamente el tiempo, sino también el espacio, el espacio en el tiempo, el espaciamiento.

9. ¿Cómo ignorar el poder creciente e in-delimitable, es decir, mundial, de esos Estados-fantasma, supereficaces y propiamente capitalistas, que son la mafia y el consorcio de la droga en todos los continentes, incluidos los antes llamados Estados socialistas del Este europeo? Estos Estados-fantasma se han infiltrado y hecho comunes en todas partes, hasta el punto de no poder ser ya identificados con todo rigor. Ni de poder siquiera a veces ser claramente disociados de algunos procesos de democratización (pensemos, por ejemplo, en una secuencia cuyo esquema, aquí telegráficamente simplificado, asociaría la historia de una mafia-siciliana-acosada-por-el-fascismo-del-Estado-musoliniano-íntimamente-y-simbióticamente-aliada-así-a-los-aliados-tanto-en-el-campo-demócrata-de-ambos-lados-del-Atlántico-como-en-la-reconstrucción-del-Estado-demócrata-cristiano-italiano-entrado-hoy-en-una-configuración-nueva-del-capital, de la que lo menos que podría decirse es que no se entenderá nada de ella sin tener en cuenta su genealogía). Todas estas infiltraciones atraviesan una fase «crítica», como suele decirse, lo que nos permite sin duda hablar de ello o acometer su análisis. Estos Estados-fantasma invaden no solamente el tejido socio-económico, la circulación general de los capitales, sino también las instituciones estatales e interestatales.

10. Pues, sobre todo, sobre todo, habría que analizar el estado presente del derecho internacional y de sus instituciones: a pesar de ser, afortunadamente, perfectibles, a pesar de un innegable progreso, estas instituciones internacionales adolecen al menos de dos límites. El primero y más radical de los dos se debe al hecho de que sus normas, su Carta, la definición de su misión dependen de determinada cultura histórica. No se las puede disociar de determinados conceptos filosóficos europeos, y especialmente de un concepto de soberanía estatal o nacional cuya clausura genealógica se manifiesta cada vez mejor, de manera no solamente teórico-jurídica o especulativa sino concreta, práctica, y prácticamente cotidiana. Otro límite se vincula estrechamente al primero: ese derecho internacional y pretendidamente universal sigue estando ampliamente dominado, en su aplicación, por Estados-nación particulares. Casi siempre su potencia tecno-económica y militar prepara y aplica, dicho de otra forma, se sale con la suya en la decisión. Como se dice en inglés, hace la decisiónMúltiples ejemplos, recientes o menos recientes, lo demostrarían ampliamente, ya se trate de deliberaciones y de resoluciones de las Naciones Unidas o de su puesta en marcha (enforcement): la incoherencia, la discontinuidad, la desigualdad de los Estados ante la ley, la hegemonía de ciertos Estados en base a la potencia militar al servicio del derecho internacional, esto es lo que es preciso constatar año tras año, día tras día[iv].
Estos hechos no son suficientes para descalificar a las instituciones internacionales. La justicia exige, por el contrario, que se rinda homenaje a algunos de los que, en aquéllas, operan en una línea de perfectibilidad y con vistas a emancipar instituciones a las que no habrá que renunciar jamás. Por insuficientes, confusos o equívocos que sean aún semejantes signos, demos la bienvenida a lo que se anuncia hoy con la reflexión sobre el derecho de injerencia o la intervención de carácter humanitario (como se dice de manera oscura y a veces hipócrita), limitando así la soberanía del Estado en ciertas condiciones. Demos la bienvenida a estos signos sin dejar, con todo, de desconfiar cautelosamente de las manipulaciones o de las apropiaciones de las que estas novedades pueden ser objeto.
Volvamos ahora mucho más cerca del asunto de nuestra conferencia. Mi subtítulo «la nueva Internacional» se refiere a una transformación profunda, proyectada sobre un largo período, del derecho internacional, de sus conceptos y de su campo de intervención. Al igual que el concepto de los derechos humanos se ha determinado lentamente en el transcurso de los siglos a través de múltiples seismos sociopolíticos (ya se trate del derecho al trabajo o de los derechos económicos, de los derechos de la mujer y del niño, etc.), el derecho internacional debería extender y diversificar su campo hasta incluir en él, si al menos ha de ser consecuente con la idea de la democracia y de los derechos humanos que proclama, el campo económico y social mundialmás allá de la soberanía de los Estados y de los Estados-fantasma de que hablábamos hace un momento. En contra de la apariencia, lo que decimos aquí no es mero antiestatalismo: en condiciones dadas y limitadas, el super-Estado que podría ser una institución internacional podrá siempre limitar las apropiaciones y las violencias de ciertas fuerzas socioeconómicas privadas. Pero, sin suscribir necesariamente en su totalidad el discurso (por otra parte, complejo, evolutivo, heterogéneo) de la tradición marxista respecto del Estado y su apropiación por una clase dominante, respecto de la distinción entre poder de Estado y aparato de Estado, respecto del fin de lo político, el «fin de la política» o el debilitamiento del Estado[v] y, por otra parte, sin recelar de la idea de lo jurídico en sí misma, aún es posible inspirarse en el «espíritu» marxista para criticar la pretendida autonomía de lo jurídico y denunciar sin descanso el apresamiento de hecho de las autoridades, internacionales por potentes Estados-nación, por concentraciones de capital tecno-científico, de capital simbólico y de capital financiero, de capitales de estado y de capitales privados. Una «nueva Internacional» se busca a través de estas crisis del derecho internacional, denuncia ya los límites de un discurso sobre los derechos. humanos que seguirá siendo inadecuados a veces hipócrita, en todo caso formal e inconsecuente consigo mismo mientras la ley del mercado, la «deuda exterior», la desigualdad del desarrollo tecno-científico, militar y económico mantengan una desigualdad efectiva tan monstruosa como la que prevalece hoy, más que nunca, en la historia de la humanidad. Pues, hay que decirlo a gritos, en el momento en que algunos se atreven a neoevangelizar en nombre del ideal de una democracia liberal que, por fin, ha culminado en sí misma como en el ideal de la historia humana: jamás la violencia, la desigualdad, la exclusión, la hambruna y, por tanto, la opresión económica han afectado a tantos seres humanos, en la historia de la tierra y de la humanidad. En lugar de ensalzar el advenimiento del ideal de la democracia liberal y del mercado capitalista en la euforia del fin de la historia, en lugar de celebrar el «fin de las ideologías» y el fin de los grandes discursos emancipatorios, no despreciemos nunca esta evidencia macroscópica, hecha de innumerables sufrimientos singulares: ningún progreso permite ignorar que nunca, en términos, absolutos, nunca en la tierra tantos hombres, mujeres y niños  han sido sojuzgados, conducidos al hambre o exterminados. (Y, provisionalmente pero a disgusto, tendremos que dejar aquí de lado la cuestión, sin embargo indisociable, de lo que está sucediendo con la vida llamada «animal», la vida y la existencia de los «animales» en esta historia. Esta cuestión ha sido siempre seria, pero se volverá masivamente ineluctable.)
La «nueva Internacional» no es solamente aquello que busca un nuevo derecho internacional a través de estos crímenes. Es un lazo de afinidad, de sufrimiento y de esperanza, un lazo todavía discreto, casi secreto, como hacia 1848, pero cada vez más visible —hay más de una señal de ello—. Es un lazo intempestivo y sin estatuto, sin título y sin nombre, apenas público aunque sin ser clandestino, sin contrato, out of jointsin coordinación, sin partido, sin patria, sin comunidad nacional (Internacional antes, a través de y más allá de toda determinación nacional), sin co-ciudadanía, sin pertenencia común a una clase. Lo que se denomina, aquí, con el nombre de nueva Internacional es lo que llama a la amistad de una alianza sin institución entre aquellos que, aunque, en lo sucesivo, ya no crean, o aunque no hayan creído nunca en la Internacional socialista-marxista, en la dictadura del proletariado, en el papel mesiánico-escatológico de la unión universal de los proletarios de todos los países, continúan inspirándose en uno, al menos, de los espíritus de Marx o del marxismo (saben, de aquí en adelante, que hay más de unoy para aliarse, de un modo nuevo, concreto, real, aunque esta alianza no revista ya la forma del partido o de la internacional obrera sino la de una especie de contra-conjuración, en la crítica (teórica y práctica) del estado del derecho internacional, de los conceptos de Estado y de nación, etc.: para renovar esta crítica y, sobre todo, para radicalizarla.
Hay, al menos, dos maneras de interpretar lo que acabamos de llamar la «pintura negra», las diez plagas, el duelo y la promesa de que da noticia fingiendo exponer o contar. Entre estas dos interpretaciones a la vez concurrentes e incompatibles cómo elegir?, por qué no podemos elegir?, ¿por qué no debemos elegir? En ambos casos, se trata de la fidelidad a un cierto espíritu del marxismo: uno, éste, y no el otro.

1. La primera interpretaciónla más clásica y a la vez la más paradójica, seguiría aún dentro de la lógica idealista de Fukuyama. Pero para sacar de ella consecuencias completamente diferentes. Aceptemos, provisionalmente, la hipótesis de que todo lo que va mal en el mundo hoy en día no mide más que el hiato entre una realidad empírica y un ideal regulador, ya se defina este último como lo hace Fukuyama, ya se afine y transforme el concepto de dicho ideal regulador. El valor y la evidencia del ideal no quedarían comprometidos, intrínsecamente, por la inadecuación histórica de las realidades empíricas. Pues bien, incluso en esta hipótesis idealista, el recurso a determinado espíritu de la crítica marxista sigue siendo urgente y deberá seguir siendo indefinidamente necesario para denunciar y reducir lo más posible el hiato, para ajustar la «realidad» al «ideal» en el transcurso de un proceso necesariamente infinito. La crítica marxista puede seguir siendo fecunda, si sabemos adaptarla a condiciones nuevas, se trate, por ejemplo, de nuevos modos de producción, de la apropiación de poderes y saberes económicos y tecnocientíficos, de la formalidad jurídica en el discurso y en las prácticas del derecho nacional o internacional, de los nuevos problemas de la ciudadanía y de la nacionalidad, etc.
2. La segunda interpretación de la pintura negra obedecería a una lógica distinta. Más allá de los «hechos», más allá de los presuntos «testimonios empíricos», más allá de todo lo que resulta inadecuado al ideal, se trataría de volver a poner en cuestión, respecto de algunos de sus predicados esenciales, el concepto mismo de dicho ideal. Esto se extendería, por ejemplo, al análisis económico del mercado, de las leyes del capital, de los tipos de capital (financiero o simbólico y, por tanto, espectral), de la democracia parlamentaria liberal, de los modos de representación y de sufragio, del contenido que determina los derechos humanos, los derechos de la mujer, del niño, de los conceptos corrientes de la igualdad, de la libertad, sobre todo de la fraternidad (el más problemático de todos), de la dignidad, de las relaciones entre el hombre y el ciudadano. Se extendería, también, en la casi totalidad de sus conceptos, hasta el concepto de hombre (por tanto de lo divino y de lo animal) y a un determinado concepto de lo democrático que lo presupone (no digamos de toda democracia ni, justamente, de la democracia por venir). Entonces, incluso en esta última hipótesis, la fidelidad a la herencia de determinado espíritu marxista seguiría siendo un deber.
Estas son, pues, dos razones diferentes para ser fiel a un espíritu del marxismo. Razones que no deben yuxtaponerse sino entrelazarse. Deben inter-implicarse en el desarrollo de una estrategia compleja y que hay que reevaluar continuamente. De no ser así, no habrá re-politización, ya no habrá más política. Sin esta estrategia, cada una de las dos razones podría conducir de nuevo a lo peor, a algo peor que el mal, por así decirlo, a saber, a una especie de idealismo fatalista o de escatología abstracta y dogmática ante el mal del mundo.
¿Qué espíritu marxista, pues? Es fácil imaginarse por qué lo que aquí decimos no será del agrado de los marxistas, ni mucho menos de los demás, al insistir, como lo hacemos, en el espíritu del marxismosobre todo si damos a entender que pretendemos entender espíritus en plural y en el sentido de espectros, de espectros intempestivos a los que no hay que dar caza sino que hay que expurgar, criticar, mantener cerca y dejar (re)aparecer. Y, por supuesto, el principio de selectividad que deberá guiar y jerarquizar a los espíritus, tendremos siempre que evitar ocultarnos que, a su vez, fatalmente, excluirá. Incluso aniquilará, velando más por (encima de) estos ancestros que por (encima de) estos otros. Más en este momento que en este otro. Por olvido (culpable o inocente, poco importa eso aquí), por exclusión o por asesinato, esa misma vigilia generará nuevos fantasmas. Lo hará eligiendo ya entre fantasmas, los suyos entre los suyos, matando, por ello, muertos: ley de la finitud, ley de la decisión y de la responsabilidad para existencias finitas, los únicos vivos-mortales para los que una decisión, una elección, una responsabilidad tienen un sentido, y un sentido que tendrá que pasar por la prueba de lo indecidible. Por ello, lo que decimos aquí no será del agrado de nadie. Pero ¿quién ha dicho que se deba hablar, pensar o escribir para agradar a nadie? Y habría que haber comprendido muy mal para ver en el gesto que arriesgamos aquí una especie de adhesión-tardía-al-marxismo. Es verdad que hoy, aquí, ahora, yo sería menos insensible que nunca a la llamada del contra-tiempo o del contra-pie, como al estilo de una intempestividad más manifiesta y más urgente que nunca. «¡Ha llegado el momento de dar la bienvenida a Marx!», oigo ya decir. O también: «¡Ya era hora!», «¿Por qué tan tarde?». Creo en la virtud política del contra-tiempo. Y si un contra-tiempo no tiene la suerte, más o menos calculada, de venir justo a tiempoentonces lo importuno de una estrategia (política o de otro tipo) todavía puede testimoniarjustamente, la justicia, dar testimonio, al menos, de la justicia exigida, de la que decíamos más arriba que debe estar/ser desajustada, irreductible a la justeza y al derecho. Pero éste no es, aquí, el motivo decisivo, y habría que romper, de una vez por todas, con el simplismo de esos eslóganes. Lo que es seguro es que yo no soy marxista. Como lo había dicho, recordémoslo, hace ya mucho, alguien, con una aguda frase de la que nos informó Engels. Hay que apelar todavía a la autoridad de Marx para decir «yo no soy marxista»? ¿En qué se reconoce un enunciado marxista? ¿Y quién puede, todavía, decir: «yo soy marxista»?

Seguir inspirándose en determinado espíritu del marxismo sería seguir siendo fiel a lo que ha hecho siempre del marxismo, en principio y en primer lugar, una crítica radicales decir, un procedimiento capaz de autocrítica. Esta crítica pretendeen principio y explícitamente, estar abierta a su propia transformación, a su reevaluación y a su auto-reinterpretación. Semejante «pretensión» arraiga necesariamente, está enraizada en un suelo que no es todavía crítico, aunque tampoco es, todavía no, precrítico. Este espíritu es más que un estilo, aunque también sea un estilo. Es heredero de un espíritu de la Ilustración al que no hay que renunciar. Distinguiremos este espíritu de otros espíritus del marxismo, que lo anclan al cuerpo de una doctrina marxista, de su supuesta totalidad sistémica, metafísica u ontológica (especialmente al «método dialéctico», o a la «dialéctica materialista»), a sus conceptos fundamentales de trabajo, de modo de producción, de clase social y, por consiguiente, a toda la historia de sus aparatos (proyectados o reales: las Internacionales del movimiento obrero, la dictadura del proletariado, el partido único, el Estado y, finalmente, la monstruosidad totalitaria). Pues la deconstrucción de la ontología marxista, digámoslo como lo diría un «buen marxista», no afecta solamente a una capa teórico-especulativa del corpus marxista, sino a todo lo que lo articula con la historia más concreta posible de los aparatos y de las estrategias del movimiento obrero mundial. Y esta deconstrucción no es, en último análisis, un procedimiento metódico o teórico. Tanto en su posibilidad como en la experiencia de lo imposible que siempre la habrá constituido, no es nunca ajena al acontecimiento o, sencillamente, a la venida de lo que llega. Algunos filósofos soviéticos me decían, en Moscú, hace unos años: la mejor traducción para perestroika sigue siendo «deconstrucción».
Nuestro hilo conductor para este análisis de apariencia química que aislará, en suma, el espíritu del marxismo al que convendría permanecer fiel, disociándolo de todos sus otros espíritus que, como se constatará quizá con una sonrisa, recopilan casi todosería, justamente, esta tarde, la cuestión del fantasma. ¿Cómo trató el propio Marx el fantasma, el concepto de fantasma, de espectro o de (re)aparecido? ¿Cómo lo determinó? ¿Cómo lo ligófinalmente, a través de tantas vacilaciones, tensiones, contradicciones, a una ontología? ¿Qué ligadura es esa del fantasma? ¿Cuál es el lazo de ese lazo, de esa ontología con el materialismo, el partido, el Estado, el devenir-totalitario del Estado?
Criticar, recurrir a la autocrítica interminable, también es distinguir entre todo y casi todo. Ahora bien, si hay un espíritu del marxismo al que yo no estaría nunca dispuesto a renunciar, éste no es solamente la idea crítica o la postura cuestionadora (una deconstrucción consecuente debe hacer hincapié en ello, por más que también sabe que la cuestión no es ni la primera ni la última palabra). Es más bien cierta afirmación emancipatoria y mesiánicacierta experiencia de la promesa que se puede intentar liberar de toda dogmática e, incluso, de toda determinación metafísico-religiosa, de todo mesianismo. Y una promesa debe prometer ser cumplida, es decir, no limitarse sólo a ser «espiritual» o «abstracta», sino producir acontecimientos, nuevas formas de acción, de práctica, de organización, etc. Romper con la «forma de partido» o con esta o aquella forma de Estado o de Internacional no significa renunciar a toda forma de organización práctica o eficaz. Es precisamente lo contrario lo que nos importa aquí.
Decir esto es oponerse a dos tendencias dominantes: por una parte a las reinterpretaciones más vigilantes y más modernas del marxismo por ciertos marxistas (especialmente franceses, y del entorno de Althusser) que han creído más bien que debían intentar disociar el marxismo de toda teleología o de toda escatología mesiánica (pero lo que yo intento es, precisamente, distinguir ésta de aquélla), por otra parte se opone a interpretaciones antimarxistas que determinan su propia escatología emancipatoria dándole contenidos onto-teológicos siempre deconstructibles. Cierto pensamiento deconstructivo, el que me interesa aquí, ha recurrido siempre a la irreductibilidad de la afirmación y, por tanto, de la promesa, como indeconstructibilidad de cierta idea de la justicia (aquí disociada del derecho[vi]). Semejante pensamiento no puede funcionar sin justificar el principio de una crítica radical e interminable, infinita (teórica y práctica, como se decía). Esta crítica pertenece al movimiento de una experiencia abierta al porvenir absoluto de lo que viene, es decir, de una experiencia necesariamente indeterminada, abstracta, desértica, ofrecida, expuesta, brindada a su espera del otro y del acontecimiento. En su pura formalidad, en la indeterminación que requiere, todavía se le puede hallar alguna afinidad esencial con cierto espíritu mesiánico. Lo que decimos aquí o en otra parte de la exapropiación (radical contradicción de todo «capital», de toda propiedad o apropiación, así como de todos los conceptos que dependen de ello, empezando por el de libre subjetividad y, por tanto, de la emancipación que se regula en base a dichos conceptos) no justifica cadena alguna. Es, por así decirlo, precisamente lo contrario. La esclavitud (se) liga a la apropiación.

Ahora bien, este gesto de fidelidad a cierto espíritu del marxismo es una responsabilidad que incumbe en principio, ciertamente, a cualquiera. La nueva Internacional, que apenas merece el nombre de comunidad, pertenece sólo al anonimato. Pero, hoy día, al menos dentro de los límites de un campo intelectual y académico, esta responsabilidad parece incumbir más imperativamente y, digámoslo para no excluir a nadie, prioritariamente, con urgenciaa aquellos que, durante los últimos decenios, supieron resistir a una cierta hegemonía del dogma, incluso de la metafísica marxista, en su forma política o en su forma teórica. Y, más específicamente aún, a aquellos que han insistido en concebir y practicar esa resistencia sin ceder a la complacencia ante tentaciones reaccionarias, conservadoras o neo-conservadoras, anticientíficas u obscurantistas; a aquellos que, por el contario, no han dejado de proceder de manera hipercrítica —me atrevería a decir deconstructiva— en nombre de unas nuevas Luces para el siglo por venir. Y sin renunciar a un ideal de democracia y de emancipación, intentando, más bien, pensarlo y ponerlo en marcha de otra manera.
La responsabilidad, una vez más, sería, aquí, la de un heredero. Lo quieran o no, lo sepan o no, todos los hombres, en toda la tierra, son hoy, en cierta medida, herederos de Marx y del marxismo. Es decir —lo decíamos hace un momento—, de la singularidad absoluta de un proyecto —o de una promesa— de forma filosófica y científica. Esta forma no es, en principio, religiosa, en el sentido de la religión positiva; no es mitológica; no es, pues, nacional, ya que, más allá incluso de la alianza con un pueblo elegido, no hay nacionalidad, ni nacionalismo, que no sea religioso o mitológico, digamos, en un sentido amplio, «místico». La forma de esta promesa o de este proyecto resulta absolutamente única. Su acontecimiento es a la vez singular, total e imborrable —imborrable de otra forma que por una denegación y en el transcurso de un trabajo del duelo que tan sólo puede desplazar, sin borrarlo, el efecto de un trauma.
No hay ningún precedente de semejante acontecimiento. En toda la historia de la humanidad, en toda la historia del mundo y de la tierra, en todo lo que puede recibir el nombre de historia en general, un acontecimiento tal (repitámoslo, el de un discurso de forma filosófico-científica que pretende romper con el mito, con la religión y con la «mística» nacionalista) se ha vinculado, por primera vez e inseparablemente, a formas mundiales de organización social (un partido con vocación universal, un movimiento obrero, una confederación estatal, etc.). Y todo esto, proponiendo un nuevo concepto del hombre, de la sociedad, de la economía, de la nación, varios conceptos del Estado y de su desaparición. Se piense lo que se piense de este acontecimiento, del fracaso a veces aterrador de lo que así se emprendió, de los desastres tecno-económicos o ecológicos y de las perversiones totalitarias a que dio lugar (perversiones de las que algunos dicen, desde hace tiempo, que no son perversiones, justamente, desvíos patológicos y accidentales, sino el despliegue necesario de una lógica esencial y presente desde el nacimiento, de un desajuste originario —digamos por nuestra parte, de manera muy elíptica, y sin contradecir esta hipótesis, el efecto de un tratamiento ontológico de la espectralidad del fantasma—), se piense también lo que se piense del trauma que en la memoria del hombre puede seguirse de ello, esta tentativa única ha tenido lugar. Aunque no se haya mantenido, al menos en la forma de su enunciación, aunque se haya precipitado hacia el presente de un contenido ontológico, una promesa mesiánica de un tipo nuevo habrá dejado impresa en la historia una marca inaugural y única. Y, lo queramos o no, por escasa conciencia que tengamos de ello, no podemos no ser sus herederos. No hay herencia sin llamada a la responsabilidad. Una herencia es siempre la reafirmación de una deuda, pero es una reafirmación crítica, selectiva y filtrante; por ello, hemos distinguido varios espíritus. Al inscribir en nuestro subtítulo una expresión tan equívoca, el «Estado de la deuda», queríamos anunciar, ciertamente, cierto número de temas ineludibles, pero, antes que nada, el de una deuda imborrable e impagable para con uno de los espíritus que se han inscrito en la memoria histórica con los nombres propios de Marx y del marxismo. Incluso allí donde no es reconocida, incluso allí donde permanece inconsciente o denegada, dicha deuda sigue en marcha, sobre todo en la filosofía política que estructura implícitamente toda filosofía o todo pensamiento en torno a la filosofía.
Limitémonos, por falta de tiempo, a ciertos rasgos, por ejemplo, de lo que se llama la deconstrucción, en la que fue inicialmente su forma en el transcurso de los últimos decenios, a saber, la deconstrucción de las metafísicas de lo propio, del logocentrismo, del lingüisticismo, del fonologismo, de la desmistificación o la desedimentación de la hegemonía autonómica del lenguaje (deconstrucción en el transcurso de la cual se elabora otro concepto del texto o de la huella, de su tecnificación originaria, de la iterabilidad, del suplemento protético, aunque también de lo propio y de lo que fue llamado la exapropiación). Semejante deconstrucción hubiera sido imposible e impensable en un espacio premarxista. La deconstrucción sólo ha tenido sentido e interés, por lo menos para mí, como una radicalización, es decir, también en la tradición de un cierto marxismo, con        un cierto espíritu de marxismoSe ha dado este intento de radicalización del marxismo que se llama la deconstrucción (y en la cual, como algunos habrán advertido, determinado concepto económico de la economía de la différance y de la exapropiación, incluso del don, desempeña un papel organizador, así como el concepto de trabajo ligado a la différance y al trabajo del duelo en general). Si esta tentativa fue prudente y parsimoniosa, pero rara vez negativa en la estrategia de sus referencias a Marx, fue porque la ontología marxista, la apelación a Marx, la legitimación en base a Marx estaban en cierto modo demasiado sólidamente confiscadasParecían soldadas a una ortodoxia, a unos aparatos y a unas estrategias cuyo menor defecto no era solamente que estuviesen, en cuanto tales, privadas de porvenir, privadas del porvenir mismo. Puede entenderse por soldadura una adherencia artefactual pero sólida, y cuyo acontecimiento mismo ha constituido toda la historia del mundo desde hace un siglo y medio y, por tanto, toda la historia de mi generación.
Pero una radicalización está siempre endeudada con aquello mismo que radicaliza[vii]Por ello, he hablado de la memoria y de la tradición marxistas de la deconstrucción, de su «espíritu» marxista. No es el único espíritu marxista ni, por supuesto, uno cualquiera. Habría que multiplicar y refinar estos ejemplos, pero falta tiempo.
Si mi subtítulo señalaba el Estado de la deudaera también con vistas a problematizar el concepto de Estado o de estado, con o sin mayúscula, y de tres maneras.

En primer lugarhemos insistido bastante en ello, no se redacta el estado de una deuda, por ejemplo con respecto a Marx y el marxismo, como se establecería un balance o un inventario exhaustivo, de forma estática y estadísticaA estas cuentas no se las puede presentar en un cuadro. Uno rinde cuentas en virtud de un compromiso que selecciona, interpreta y orienta. De manera práctica y performativa. Y por una decisión que comienza por tomarse, como una responsabilidad, en las redes de una inyunción ya múltiple, heterogénea, contradictoria, dividida —por tanto, de una herencia que guardará siempre su secreto—. Y el secreto de un crimen. El secreto de su propio autor. El secreto de quien dice Hamlet:

Ghost. I am thy Fathers Spirit,
Doom’d for a certaine terme to walke the night;
And for the day confin’d to fast in Fiers,
Till the foule crimes done in my dayes of Nature
Arc burnt and purg’d away: But that I am forbid
To tell the secrets of my Prison-House;
could a Tale vnfold...

Soy el espíritu de tu padre
Condenado por un tiempo vagar, en la noche,
Y a ayunar por el día en la prisión de las llamas
Hasta que las negras culpas de mi vida
Sean purgadas. Si no me estuviera prohibido
El desvelar los secretos de mi prisión,
Podría hacerte un relato[viii].

Aquí, todo (re)aparecido parece venir y reaparecer desde la tierravenir de ella como de una clandestinidad soterrada (el humus y el mantillo, la tumba y la prisión subterránea), para volver allí, como lo más bajo, hacia lo humilde, lo húmedo, lo humillado. También nosotros tenemos que pasar aquí, pasar por alto, en silencio, pegados a la tierra, el retorno de un animal: no la imagen del viejo topo (Well said, old Mole), ni la de cierto erizo, sino más precisamente la de un «inquieto puercoespín» (fretfull Porpentineque el espíritu del Padre se dispone entonces conjurar, sustrayendo un «eterno blasón» con «orejas de carne y sangre»[ix].
En segundo lugar —otra deuda— todas las cuestiones de la democracia, del discurso universal sobre los derechos humanos, del porvenir de la humanidad, etc., no darán lugar sino coartadas formales, bienpensantes e hipócritas, mientras la «Deuda exterior» no sea tratada frontalmente, de manera responsable, consecuente y lo más sistemática posible. Bajo este nombre, o bajo esta figura emblemática, se trata del interés y, ante todo, del interés del capital en general, de un interés que, en el orden del mundo hoy, a saber, del mercado mundial, tiene bajo su yugo y en una nueva forma de esclavitud a una gran parte de la humanidad. Esto sucede y se autoriza siempre dentro de las formas estatales o interestatales de alguna organización. Ahora bien, no se tratarán estos problemas de la Deuda exterior —y de todo lo que este concepto metonimiza— sin, al menos, el espíritu de la crítica marxista, de la crítica del mercado, de las múltiples lógicas del capital y de lo que vincula al Estado y al derecho internacional con este mercado.
En tercer lugarpor fin, y por consiguiente, a una fase de mutación decisiva debe corresponderle una reelaboración profunda y crítica del concepto de Estado, de Estado-nación, de soberanía nacional y de ciudadanía, que no sería posible sin la referencia vigilante y sistemática a una problemática marxista, cuando no a conclusiones marxistas sobre el Estado, el poder del Estado y el aparato de Estado, sobre las ilusiones de su autonomía de derecho con respecto a fuerzas socio-económicas, pero también sobre las nuevas formas de una decadencia o, más bien, de una nueva inscripción, de una nueva delimitación del Estado en un espacio que ya no domina y que, por otra parte, no ha dominado nunca enteramente.



 


[i] Traducimos usure por «desgaste», en lugar de por «usura», porque, en castellano, la palabra «usura» carece de una de las acepciones del término francés, que resulta especialmente importante en este texto: el uso y el desgaste, producido por dicho uso, de una prenda u otro objeto. (N. de los T.)
[ii] Allan Bloom, citado en Lignes (cit., p. 30) por Michel Surya, que recuerda justamente que Bloom fue «maestro y ensalzador» de Fukuyama.
[iii] Veamos dos ejemplos recientes, cogidos al vuelo de la «información», cuando releía estas páginas. Se trata de dos «pasos en falso» más o menos calculados cuya posibilidad hubiera sido inimaginable sin el medio y los ritmos actuales de la prensa. 1. Dos ministros intentan influir en una decisión gubernamental en trámite (por iniciativa de uno de sus colegas), explicándose en la prensa (esencialmente televisiva) a propósito de una carta supuestamente «privada» (secreta, «personal» o no oficial) que dirigieron al jefe del gobierno y que «lamentan» que haya sido divulgada en contra de su intención. En cualquier caso, y sin ocultar su mal humor, el jefe del gobierno, a pesar de todo ello, les sigue, seguido por el gobierno, seguido por el Parlamento. 2. «Improvisando» lo que parece una pifia durante una entrevista radiofónica a la hora del desayuno, otro ministro del mismo gobierno provoca en un país vecino una viva reacción del banco emisor y todo un proceso político-diplomático. Se debería analizar también el papel que desempeñan la velocidad y la potencia mediáticas en el poder de cierto especulador—individual e internacional— que, todos los días, ataca o sostiene tal o cual moneda. Sus llamadas telefónicas y sus frasecitas televisadas pesan más que todos los parlamentos del mundo sobre Io que se llama la decisión política de los gobiernos.
[iv] A lo que hay que añadir la no-independencia económica de la ONU, ya se trate de sus grandes intervenciones (políticas, socio-educativas, culturales o militares) o simplemente de su gestión administrativa. Ahora bien, hay que saber también que la ONU atraviesa una grave crisis financiera. Los grandes Estados no pagan todo lo que deben. Solución: campaña para atraer el apoyo de capitales privados, constitución de councils (asociaciones de grandes jefes de la industria, del comercio y de las finanzas) destinados a sostener, bajo ciertas condiciones, expresas o no, una política de la ONU que puede ir (a menudo, aquí o allá, aquí más bien que allá, justamente) en el sentido de los intereses del mercado. A menudo, hay que subrayarlo y reflexionar sobre ello, los principios que guían hoy las instituciones internacionales concuerdan con tales intereses. ¿Por qué, cómo y dentro de qué límites lo hacen? ¿Qué significan esos límites? Esta es la única cuestión que podemos plantear aquí por el momento.
[v] Cf. sobre estos puntos Etienne Balibar, Cinco estudios de materialismo históricotrad. castellana de Gabriel Albiac, Laia, Barcelona, 1976, pp. 85 ss. (particularmente el capítulo sobre «La rectificación del Manifiesto Comunista» y lo que allí concierne a «“El fin de la política”», «La nueva definición del Estado» y «Una nueva práctica política»).
[vi] Respecto de esta diferencia entre justicia y derecho, me permito remitirles de nuevo a Fuerza de ley (más arriba, nota 1 del cap. 1). La necesidad de esta distinción no comporta la menor descalificación de lo jurídico, de su especificidad ni de los nuevos enfoques que reclama hoy día. Dicha distinción parece, por el contrario, indispensable y previa a cualquier reelaboración. En particular, en todas partes en donde se constata lo que se llama hoy, más o menos tranquilamente, como si se tratase de colmar sin refundar de arriba abajo, «vacíos jurídicos». No hay nada sorprendente en que se trate, la mayoría de las veces, de la propiedad de la vidade su herencia y de las generaciones (problemas científicos, jurídicos, económicos, políticos del Ilamado genoma humano, de la terapia génica, de los trasplantes de órganos, de las madres portadoras, de los embriones congelados, etc.).
Creer que se trata de colmar tranquilamente un «vacio jurídico», allí donde se trata de pensar la ley, la ley de la ley, el derecho y la justicia, creer que basta con producir nuevos «artículos de ley» para , «regular un problema», sería como si se confiara el pensamiento ético a un comité de ética.
[vii] Pero ¿qué quiere decir «radicalizar»? No es ésta, ni con mucho, la mejor palabra. Habla, ciertamente, de un movimiento para ir más lejos y para no detenerse. Pero a esto se limita su pertinencia. Se trataría de hacer más o menos que «radicalizar», más bien otra cosa, ya que la apuesta es justamente la de la raíz y su presunta unidad. No se trataría de progresar aún más en la profundidad de la radicalidad, de lo fundamental o de lo originario (causa, principio, arjédando un paso más en la misma dirección. Se intentaría más bien acercarse hasta allí donde, en su unidad ontológicael esquema de lo fundamental, de lo originario o de lo radical, tal como continúa rigiendo a la crítica marxista, reclama cuestiones, procedimientos de formalización, interpretaciones genealógicas que no son o no son suficientemente puestas en marcha dentro de aquello que domina los discursos que se dicen marxistas. No suficientemente, ni en la temática ni en la consecuencia. Pues el despliegue cuestionante de dichas formalizaciones genealogías afecta a casi todo el discurso, y de manera no solamente «teórica», como se suele decir. La apuesta que nos sirve aquí de hilo conductor, a saber, el concepto o el esquema de fantasma, se anunciaba desde hacía tiempo, y con su nombre, a través de las problemáticas del trabajo, del duelo, de la idealización, del simulacro, de la mimesisde la iterabilidad, de la doble inyunción, del double bind y de la indecidibilidad como condición de la decisión responsable, etc.
Este es, quizás, el lugar para subrayarlo: las relaciones entre el marxismo y la deconstrucción han reclamado, desde el inicio de los años setenta, enfoques diversos en todos los aspectos, a menudo opuestos o irreductibles los unos a los otros pero, en todo caso, numerosos. Demasiado numerosos para que pueda yo hacerles aquí justicia y reconocerles lo que les debo. Además de las obras que hacen de ello su objeto propio (como la de Michael Ryan, Marxism and Deconstruction. Critical ArticulationJohn Hopkins University Press, New York, 1982, o el Marx est mort de Jean-Marie Benoist, Gallimard, Paris, 1970, cuya última parte, a pesar del título, acoge favorablemente a Marx, pretende ser deliberadamente «deconstructiva» y menos negativa de lo que el certificado de defunción permitiría pensar. El título de nuestro texto puede ser leído como una respuesta al de J. M. Benoist, por más que se haya tomado algún tiempo o dejado algún tiempo al tiempo, al contra-tiempo —es decir, al (re)aparecido—), habría que recordar un gran número de ensayos que no es posible aquí recensar (en particular, los de J.-J. Goux, Th. Keenan, Th. Lewis, C. Malabou, B. Martin, A. Parker, G. Spivak, M. Sprinker, A. Warminski, S. Weber).
[viii] Hamletacto I, esc. [Je suis l’esprit de ton père / Condamné pour un temps a errer, de nuit, Et à jeûner le jour dans la prison des flammes Tant que les noires fautes de ma vie / Ne seront pas consumées. Si je n’étais astreint A ne pas dévoiler les secrets de ma geôle, / Je pourrais te faire un récit. Trad. francesa de Y. Bonnefoy, o. c., p. 60.] No se sabe si las «negras culpas» (foule crimes) que ocurrieron en su vida (in my dayes of Naturefueron o no las suyas. éste es, quizás, el secreto de esos secrets of my Prison-House que le está , «prohibido» al rey desvelar (I am forbid to tell the secrets). Performativos en abismo. Los juramentos, las llamadas jurar, las inyunciones y las conjuraciones que se multiplican entonces —al igual que en todo el teatro de Shakespeare, que fue un gran pensador y un gran poeta del juramento— suponen un secreto, ciertamente, algún testimonio imposible y que no puede ni debe sobre todo exponerse en una confesión, aún menos en una prueba, en una pieza de convicción o un enunciado constativo del tipo S es P. Pero este secreto también guarda el secreto respecto de alguna contradicción absoluta entre dos experiencias del secreto: te digo que no puedo decirte, lo juro, ése es mi primer crimen y mi primera confesión, una confesión sin confesión. No excluyen ninguna otra, créeme.
[ix] Ibid.