Traducción de José Miguel Alarcón y Cristina de Peretti. Edición digital de Derrida en castellano.
Hamlet [...]. Sweare.
Ghost [Beneath]. Sweare [They swear].
Hamlet. Rest, rest, perturbed Spirit! So, Gentlemen,
With all my loue 1 doe commend me to you;
And what so poore a man as Hamlet is,
Doe t’expresse his loue and friending to you,
God willing shall not lacke: Let us goe in together,
And still your fingers on your lippes 1 pray,
The time is out of ioynt : Oh cursed spight,
Thar ever 1 was borne to set it right.
Nay, corne let’s goe together. (Exeunt)
(Acto 1, esc. V)
Hamlet [...]: jurez.
Le spectre, [sous terre]: jurez [Ils jurent].
Hamlet: Calme-toi, calme-toi, esprit inquiet. Maintenant, messieurs,
De tout mon coeur je m’en remets à vous
Et tout ce qu’un pauvre tel qu’Hamlet
Pourra vous témoigner d’amitié et d’amour,
Vous l’aurez, Dieu aidant. Rentrons ensemble,
Et vous, je vous en prie, bouche cousue.
Le temps est hors de ses gonds. O sort maudit
Qui veut que je sois né pour le rejointer!
Allons, rentrons ensemble.
Traducido por Yves Bonnefoy*
Y ahora los espectros de Marx. (Pero ahora sin coyuntura. Un ahora desquiciado, disyunto o desajustado, out of joint, un ahora dislocado que corre en todo momento el riesgo de no mantener nada unido en la conjunción asegurada de algún contexto cuyos bordes todavía serían determinables.)
*
Exordio o incipit: este primer nombre abre, pues, la primera escena del primer acto: «Ein Gespenst geht um in Europa -das Gespenst des Kommunismus». Como en Hamlet, príncipe de un Estado corrompido, todo comienza con la aparición del espectro. Para más precisión, con la espera de su aparición. La anticipación es a la vez impaciente, angustiada y fascinada: aquello, la cosa (this thing) acabará por llegar. El (re)aparecido va a venir. No puede tardar. ¡Cómo tarda! Para ser más precisos todavía: todo comienza en la inminencia de una re-aparición, pero de la reaparición del espectro como aparición por primera vez en la obra. El espíritu del padre va a volver y pronto le dirá: «I am thy Fathers Spirit» (acto I, esc. V). Pero aquí, al principio de la obra, vuelve, por así decirlo, por primera vez. Es una primicia, la primera vez en escena.
[Primera sugerencia: el asedio es histórico, cierto, pero no data, no se fecha dócilmente en la cadena de los presentes, día tras día, según el orden instituido de y por un calendario. Intempestivo, no llega, no le sobreviene, un día, a Europa, como si ésta, en determinado momento de su historia, se hubiera visto aquejada de un cierto mal, se hubiera dejado habitar en su interior, es decir, se hubiera dejado asediar por un huésped extranjero. No es que el huésped sea menos extranjero por haber ocupado desde siempre la domesticidad de Europa. Pero no había dentro, no había nada dentro antes de él. Lo fantasmal se desplazaría como el movimiento de esa historia. Este asedio marcaría la existencia misma de Europa. Abriría el espacio y la relación consigo misma de lo que se llama, al menos desde la Edad Media, Europa. La experiencia del espectro: así es como, con Engels, Marx también pensó, describió o diagnosticó cierta dramaturgia de la Europa moderna, sobre todo la de sus grandes proyectos unificadores. Habría incluso que decir que la representó o escenificó. Desde la sombra de una memoria filial, Shakespeare habrá inspirado a menudo esa escenificación marxiana. Más tarde, más cerca de nosotros pero conforme a la misma genealogía, en el ruido nocturno de su concatenación, rumor de fantasmas encadenados a fantasmas, otro descendiente sería Valéry. Shakespeare qui genuit Marx qui genuit Valéry (y algunos otros).
Pero ¿qué se produce entre estas generaciones? Una omisión, un extraño lapsus. Da, después fort, exit Marx. En La crisis del espíritu (1919) («y nosotras, civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales..., etc.») el nombre de Marx aparece una sola vez. Se inscribe: he ahí el nombre de una calavera que ha de venir a las manos de Hamlet:
Ahora, sobre una inmensa terraza de Elsinore, que va de Basilea a Colonia, que llega hasta las arenas de Nieuport, hasta las marismas del Somme, las calizas de Champaña, los granitos de Alsacia -el Hamlet europeo observa millares de espectros. No obstante, es un Hamlet intelectual. Medita sobre la vida y la muerte de las verdades. Sus fantasmas son los objetos de nuestras controversias; sus remordimientos, los títulos de nuestra gloria [...] Si toma una calavera en sus manos, es una calavera ilustre. -¿Whose was it? Éste fue Lionardo. [...] Y este otro cráneo es el de Leibniz, que soñó con la paz universal. Y aquél fue Kant qui genuit Hegel qui genuit Marx qui genuit... Hamlet no sabe muy bien qué hacer con estos cráneos. Pero ¡si los abandona!... ¿acaso no dejará de ser él mismo?[ii].
Más tarde, en La política del espíritu (ed. francesa, p. 1031), Valéry define el hombre y la política. El hombre: «una tentativa de crear lo que me atrevería a llamar el espíritu del espíritu» (p. 1025).
En cuanto a la política, siempre «implica alguna idea del hombre» (p. 1029). En ese momento, Valéry se cita a sí mismo. Reproduce entonces la página sobre el «Hamlet europeo» que acabamos de señalar. Curiosamente, con la seguridad extraviada pero infalible de un sonámbulo, no omite entonces más que una frase, una sola, sin siquiera señalar la omisión mediante unos puntos suspensivos: la que nombra a Marx, precisamente en el cráneo de Kant («Y éste fue Kant qui genuit Hegel qui genuit Marx qui genuit...»). ¿Por qué esta omisión, esta única omisión? El nombre de Marx ha desaparecido. ¿Adónde ha ido a parar? Exeunt Ghost and Marx, hubiera anotado Shakespeare. El nombre del desaparecido ha debido de inscribirse en otro lugar.
Valéry, en lo que dice como en lo que olvida decir de las calaveras y de las generaciones de espíritus, nos recuerda al menos tres cosas. Estas tres cosas conciernen justamente a esa cosa que se llama el espíritu. Desde que se deja de distinguir el espíritu del espectro, el espíritu toma cuerpo, se encarna, como espíritu, en el espectro. O más bien, el mismo Marx lo precisa -llegaremos a ello-, el espectro es una incorporación paradójica, el devenir-cuerpo, cierta forma fenoménica y carnal del espíritu. El espectro se convierte más bien en cierta «cosa» difícil de nombrar: ni alma ni cuerpo, y una y otro. Pues son la carne y la fenomenalidad las que dan al espíritu su aparición espectral, aunque desaparecen inmediatamente en la aparición, en la venida misma del (re)aparecido o en el retorno del espectro. Hay algo de desaparecido en la aparición misma como reaparición de lo desaparecido. El espíritu, el espectro, no son la misma cosa, tendremos que afinar esta diferencia, pero respecto a lo que tienen en común, no se sabe lo que es, lo que es presentemente. Es algo que, justamente, no se sabe, y no se sabe si precisamente es, si existe, si responde a algún nombre y corresponde a alguna esencia. No se sabe: no por ignorancia, sino porque ese no-objeto, ese presente no presente, ese ser-ahí de un ausente o de un desaparecido no depende ya del saber. Al menos no de lo que se cree saber bajo el nombre de saber. No se sabe si está vivo o muerto. He aquí -o he ahí, allí- algo innombrable o casi innombrable: algo, entre alguna cosa y alguien, quienquiera o cualquiera, alguna cosa, esta cosa, this thing, esta cosa sin embargo y no otra, esta cosa que nos mira viene a desafiar tanto a la semántica como a la ontología, tanto al psicoanálisis como a la filosofía («Marcelo: What, ha’s this thing appear’d againe tonight? Barnardo: I haue seene nothing»). La Cosa es aún invisible, no es nada visible («I haue seene nothing»), en el momento en que se habla de ella y para preguntarse si ha reaparecido. No es aún nada que se vea cuando se habla de ella. No es ya nada que se vea cuando de ella habla Marcelo, pero ha sido vista dos veces. Y es para ajustar la palabra a la visión para lo que se ha convocado al escéptico Horacio. Horacio hará de tercero y de testigo (terstis) «[ ...] if againe this Apparition come, He may approue our eyes and speake to it»: «Si este espectro vuelve, Él podrá hacer justicia a nuestros ojos, y hablarle» (acto 1, esc. 1).
Esa Cosa que no es una cosa, esa Cosa invisible entre sus apariciones, tampoco es vista en carne y hueso cuando reaparece. Esa Cosa, sin embargo, nos mira y nos ve no verla incluso cuando está ahí. Una espectral disimetría interrumpe aquí toda especularidad. Desincroniza, nos remite a la anacronía. Llamaremos a esto el efecto visera: no vemos a quien nos mira. Aunque en su fantasma el rey se parece a sí mismo «como a ti mismo tú te pareces» («As thou art to thy selfe»), dice Horacio, esto no impide que mire sin ser visto: su aparición le hace aparecer también invisible bajo su armadura («Such was the very Armourhe had on [...] »). De este efecto visera no volveremos a hablar, al menos directamente y bajo este nombre, pero se dará supuesto en todo lo que expongamos en lo sucesivo a propósito del espectro en general, en Marx y en otros lugares. Como se precisará más tarde, a partir de La ideología alemana y la explicación con Stirner, lo que distingue al espectro o al (re)aparecido del espíritu, incluso del espíritu en el sentido de fantasma en general, es una fenomenalidad sobrenatural y paradójica, sin duda, la visibilidad furtiva e inaprensible de lo invisible o una invisibilidad de un algo visible, esa sensibilidad insensible de la que habla El Capital -nos ocuparemos de ello- a propósito de un cierto valor de cambio: es también, sin duda, la intangibilidad tangible de un cuerpo propio sin carne pero siempre de alguno como algún otro. Y de algún otro al que no nos apresuraremos a determinar como yo, sujeto, persona, conciencia, espíritu, etc. Ya con ello basta para distinguir también el espectro, no sólo del icono o del ídolo, sino también de la imagen de imagen, del phantasma platónico, así como del simple simulacro de algo en general del que, sin embargo, está tan próximo y con el que comparte en otros aspectos más de un rasgo. Pero no es eso todo, ni es lo más irreductible. Otra sugerencia: este algún otro espectral nos mira, nos sentimos mirados por él, fuera de toda sincronía, antes incluso y más allá de toda mirada por nuestra parte, conforme a una anterioridad (que puede ser del orden de la generación, de más de una generación) y a una disimetría absolutas, conforme a una desproporción absolutamente indominable. La anacronía dicta aquí la ley. El efecto visera desde el que heredamos la ley es eso: el sentirnos vistos por una mirada con la que será siempre imposible cruzar la muestra. Como no vemos a quien nos ve, y dicta la ley, y promulga la inyunción, una inyunción por otra parte contradictoria, como no vemos a quien ordena: «jura» (swear), no podemos identificarlo con certeza, estamos entregados a su voz. A quien dice: «Soy el espectro de tu padre» («I am thy Fathers Spirit»), sólo podemos creerle bajo palabra. Sumisión esencialmente ciega a su secreto, al secreto de su origen: primera obediencia a la inyunción, que condicionará a todas las demás. Siempre puede tratarse de algún otro, que puede mentir, disfrazarse de fantasma, y también otro fantasma puede hacerse pasar por éste. Siempre es posible. Más adelante hablaremos de la sociedad o del comercio de los espectros entre sí, ya que siempre hay más de uno. La armadura, esa «pieza de vestuario» que ninguna escenificación podrá ahorrarse nunca, la vemos cubrir de pies a cabeza, a los ojos de Hamlet, el supuesto cuerpo del padre. No se sabe si forma parte o no de la aparición espectral. Esta protección es rigurosamente problemática (problema: también es un escudo), ya que impide a la percepción decidir sobre la identidad que tan sólidamente confina en su caparazón. La armadura puede no ser sino el cuerpo de un artefacto real, una especie de prótesis técnica, un cuerpo ajeno al cuerpo espectral al que viste, oculta y protege, enmascarando así hasta su identidad. La armadura no deja ver nada del cuerpo espectral, pero, a la altura de la cabeza y bajo la visera, permite al presunto padre ver y hablar. Se han practicado, y ajustado, aberturas que le permiten ver sin ser visto y hablar, eso sí, para ser oído. El yelmo (helm, el casco), al igual que la visera, no sólo daba protección: sobrepasaba el escudo, y señalaba la autoridad del jefe, como blasón de su nobleza.
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