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Marx evoca, más de una vez, Timón de Atenas así como El mercader de Venecia, sobre todo en La ideología alemana. El capítulo sobre el «Concilio de Leipzig-San Max» ofrece también, ya lo precisaremos, un breve tratado del espíritu o una interminable dramatización de fantasmas. Cierta «Conclusión comunista»[xxxii] recurre a Timón de Atenas. La misma cita reaparecerá en la primera versión de la Contribución a la crítica de la economía política. Se trata de una desencarnación espectralizante. Aparición del cuerpo sin cuerpo del dinero: no del cuerpo sin vida o del cadáver, sino de una vida carente de vida personal y de propiedad individual. Pero no carente de identidad (el fantasma es un «quien», no es simulacro en general, tiene una especie de cuerpo, pero sin propiedad, sin derecho de propiedad «real» o «personal»). Es preciso analizar lo propio de la propiedad, y cómo la propiedad (Eigentum) general del dinero neutraliza, desencarna, priva a toda propiedad (Eigentümlichkeit) personal de su diferencia. Esta fantasmatización de lo propio la habría comprendido el genio de Shakespeare hace siglos, y la habría expresado mejor que nadie. El ingenium de su genialidad paterna sirve de referencia, de caución o de confirmación en la polémica, es decir, en la guerra en curso -a propósito, justamente, del espectro fiduciario, del valor, del dinero, o de su símbolo monetario, el oro:
Shakespeare sabía mejor que nuestros pequeño-burgueses imbuidos de teoría (unser theoretisierender Kleinbürger) lo poco que el dinero, la más general de todas las formas de propiedad (die allgemeinste Form des Eigentums), tiene que ver con las propiedades de la persona (mit der persönlichen Eigentümlichkeit) [...].
La cita hará también aparecer, beneficio suplementario pero completamente necesario, una fetichización teologizante, que siempre vinculará irreductiblemente la ideología a la religión (al ídolo o al fetiche) como principal figura suya, una especie de «dios visible» al que se dirigen la adoración, la oración, la invocación (Thou visible god). La religión, volveremos sobre ello, no ha sido nunca una ideología entre otras para Marx. Lo que el genio de un gran poeta -y el espíritu de un gran antepasado- habría expresado con profético resplandor, yendo de golpe más deprisa y más lejos, parece decir Marx, que nuestros compañeros burgueses en teoría económica, es el devenir-dios del oro, a la vez fantasma e ídolo, un dios sensible. Tras haber marcado la heterogeneidad entre la propiedad del dinero y la propiedad personal (tienen «tan poco que ver» entre ellas), añade Marx, y me parece una precisión no desdeñable, que verdaderamente no son sólo diferentes sino opuestas (entgegensetzt). Y entonces es cuando, cortando en el cuerpo del texto según unas opciones que será preciso analizar de cerca, extrae un largo pasaje de esa prodigiosa escena de Timón de Atenas (acto IV, ese. III). A Marx le gustan las palabras de esa imprecación. No hay que pasar nunca por alto la imprecación del justo. No hay que hacerla callar nunca en el texto más analítico de Marx. Una imprecación no teoriza, no se contenta con decir lo que es, sino que grita la verdad, promete, provoca. No es, su nombre lo indica, otra cosa que una plegaria. Dicha plegaria reprueba la maldición y condena a ella. Esas palabras de la imprecación se las apropia Marx con una fruición cuyas señales no pueden engañar. Declarando su odio al género humano («I am Misanthropos, and bate mankind»), con la cólera de un profeta judío y, a veces, con las mismas palabras de Ezequiel, Timón maldice la corrupción, lanza el anatema, jura contra la prostitución: la prostitución ante el oro -y la prostitución del oro mismo-. Pero se toma, a pesar de ello, el tiempo de analizar la alquimia transfiguradora, denuncia la alteración de los valores, la falsificación y, sobre todo, el perjurio cuya ley es el oro. Nos imaginamos la paciencia impaciente de Marx (más que de Engels), cuando transcribe de su puño y letra, detenidamente, en alemán, la cólera de una imprecación profética:
Otro tanto de esto hará
Blanco lo negro, bello lo feo, verdadero lo falso,
Noble al vil, joven al viejo, valiente al cobarde...
Este esclavo amarillo...
Santificará la lepra blanca...
He ahí con qué volver a casar a la extenuada viuda,
y para ella,
Que daría arcadas a los gangrenosos del hospital,
Éste es su bálsamo y la especia
De un nuevo abril...
... ¡Tú, Dios visible (Thou visible god),
Que fundes estrechamente los incompatibles
Y los fuerzas a besarse.
sichtbare Gottheit,
Die du Unmöglichkeiten eng verbrüderst
Zum Kusz sie zwingst![xxxiii]
Entre todos los rasgos de esta inmensa maldición de la maldición, Marx ha debido de borrar, en la economía de una larga cita, los que aquí más nos importan, por ejemplo, las aporías y el double bind que arrastran al acto mismo de jurar y de conjurar dentro de la historia misma de la venalidad. En el momento de inhumar el oro, con una azada en la mano, el sepulturero-profeta, que es todo menos un humanista, no se contenta con aludir a la ruptura de los votos, al nacimiento y a la muerte de las religiones («This yellow slave / Will knit and break religions; bless the accurs’d;», «Este dinero amarillo tramará y romperá los votos, bendecirá al maldito;»[xxxiv]). Timón conjura también al otro, le pide insistentemente que prometa, pero también conjura al perjurar y al reconocer su perjurio con un solo y mismo gesto bífido. En verdad, conjura al fingir la verdad, al fingir por lo menos que hace prometer. Pero si finge que hace prometer, se trata en realidad de hacer prometer no cumplir la promesa, es decir, no prometer, al tiempo que se hace como si se prometiese: como si se perjurase o se abjurase en el preciso momento del juramento; luego, siguiendo con la misma lógica, conjura a evitar los juramentos. Como si dijera, en resumidas cuentas: os conjuro, no juréis, abjurad de vuestro derecho a jurar, renunciad a vuestra capacidad de jurar, por otra parte, no se os pide juramento, se os pide que seáis las no-juramentables que sois («you are not oathable»), vosotras, las putas, vosotras que sois la prostitución misma, vosotras que os entregáis al oro, que os entregáis a cambio del oro, que os destináis a la indiferencia general, vosotras que confundís, en la equivalencia, lo propio y lo impropio, el crédito y el descrédito, la fe y la mentira, «lo verdadero y lo falso», el juramento, el perjurio y la abjuración, etc. Vosotras, las putas del dinero, llegaríais a abjurar (forswear) de vuestro oficio o de vuestra vocación (de puta perjura) por dinero. Igual que una alcahueta hasta renunciaría a sus putas por dinero.
Se trata de la esencia misma de la humanidad. Double bind absoluto a propósito del bind o del salto mismos. Desgracia infinita y suerte incalculable del performativo -aquí literalmente nombrado (perform, perform none, son las palabras de Timón cuando conjura a prometer no cumplir una promesa llamando, así, al perjurio o a la abjuración)-. Fuerza, tanto como debilidad, de un discurso inhumano sobre el hombre. Timón a Alcibíades (acto IV, esc. III):
Promise me friendship, but perform none: if thon wilt not promise, the gods plague thee, for thon art a man! if thon dost perform, confound thee, for thou art a man!
Prométeme tu amistad, pero no cumplas tu promesa. Si no puedes prometer, ¡que los dioses te castiguen por ser hombre! Si cumples tu promesa, ¡que ellos te confundan por ser un hombre!
Después, a Friné y a Timandra, que piden oro, y preguntan si Timón tiene más:
Enough to make a whore forswear her trade, And to make whores a bawd. Hold up, you sluts, Your aprons mountant: you are not oathable, Altbough,
I Know, you'll swear, terribly swear Into strong shudders and to heavenly agues Tbe immortal gods that hear you, spare your oath, III trust to your conditions: be wbores still.
Lo bastante como para hacer a una puta renunciar (forswear) a su comercio [más literalmente: lo bastante como para abjurar de su oficio, de su mercado, de su profesión, en tanto que ésta implica el compromiso de una profesión de sí], y a una alcahueta renunciar a adiestrar putas. Zorras, extended vuestros delantales. A vosotras no se os piden juramentos [you are not oathable: no sois juramentadas, juramentables]; aunque estáis dispuestas, lo sé, a jurar, a jurar espantosamente, a riesgo de hacer estremecerse, con un temblor celeste, a los dioses inmortales que os oyen. Ahorraos, pues, los juramentos (spare your oaths): me fío (I’ll trust) de vuestros instintos. Seguid siendo putas[xxxv].
Cuando se dirige a la prostitución o al culto al dinero, al fetichismo o a la idolatría, Timón se fía. Confía, cree, está dispuesto a dar crédito (I’ll trust), pero solamente en la imprecación de una hipérbole paradójica: finge él mismo confiar en lo que, en el mismo fondo de la abjuración, en el fondo de lo que no es ni siquiera capaz o digno de juramento (you are not oathable), sigue, sin embargo, siendo fiel a un instinto natural, como si allí hubiera un compromiso del instinto, una fidelidad a sí misma de la naturaleza instintiva, un juramento de la naturaleza viva antes del juramento de la convención, de la sociedad o del derecho. Y se trata de la fidelidad a la infidelidad, de la constancia en el perjurio. Esa vida se somete regularmente, se le puede dar crédito (trust) en este aspecto, se doblega infaliblemente a la potencia indiferente, a ese poder de indiferencia mortal que es el dinero. Diabólica, radicalmente malvada en esto, la naturaleza es prostitución, se somete fielmente -aquí se puede confiar en ella- a lo que es la traición misma, el perjurio, la abjuración, la mentira o el simulacro.
Que nunca están lejos del espectro. Es bien sabido: el dinero y, más precisamente, el signo monetario, los ha descrito siempre Marx mediante la imagen de la apariencia o del simulacro, más precisamente del fantasma. No sólo los ha descrito, también los ha definido, pero la presentación figurativa del concepto parecía describir alguna «cosa» espectral, es decir, a «alguien». ¿Qué necesidad hay de esta presentación figurativa? ¿Cuál es su relación con el concepto? ¿Es contingente? Esta es la forma clásica de nuestra cuestión. Como aquí no creemos en ninguna contingencia, llegaremos incluso a inquietarnos por la forma clásica (kantiana en el fondo) de esta cuestión que parece tornar secundario o mantener a distancia, precisamente cuando lo toma en serio, el esquema figurativo. La Crítica de la economía política[xxxvi] nos explica cómo la existencia (Dasein) de la moneda, el Dasein metálico, oro o plata, produce un resto. Este resto ya no es, ya no sigue siendo, justamente, más que la sombra de un gran nombre: «Was übrigbleibt ist magni nominis umbra». «El cuerpo de la moneda no es sino una sombra (nur noch ein Schatten)»[xxxvii]. Todo el movimiento de idealización (Idealisierung) que Marx describe entonces, se trate de moneda o de ideologemas, es una producción de fantasmas, de ilusiones, de simulacros, de apariencias o de apariciones (Schein-dasein del Schein-Sovereign y del Schein-gold). Más adelante, establecerá una relación entre esta virtud espectral de la moneda y lo que, en el deseo de acumulación, especula sobre el uso del dinero después de la muerte, en el otro mundo (nach dem Tode in der andern Welt)[xxxviii]. Geld, Geist, Geiz: como si el dinero (Geld) fuera a la vez el origen del espíritu (Geist) y de la avaricia (Geiz). Im Geld liegt der Ursprung des Geizes, dice Plinio citado por Marx inmediatamente después. En otro lugar, la ecuación entre Gas y Geist viene a añadirse a la cadena[xxxix]. La metamorfosis de las mercancías (Die Metamorphose der Waren) era ya un proceso de idealización transfiguradora que puede ser llamado legítimamente espectropoético. Cuando el Estado emite el papel moneda de curso forzoso, su intervención es comparada con una «magia» (Magie) que transmuta el papel en oro. Entonces el Estado (a)parece -pues se trata de una apariencia, incluso de una aparición-, «parece ahora, por la magia de esa estampilla [la que marca el oro e imprime la moneda], metamorfosear el papel en oro (scheint jetzt durch die Magie seines Stempels Papier in Gold zu verwandeln)»[xl]. Esta magia se afana siempre cerca de los fantasmas, hace tratos con ellos, manipula o se afana ella misma, se convierte en un trato, el trato o negocio que hace en el propio elemento del asedio. Y este negocio atrae a los desenterradores, aquellos que tratan con los cadáveres pero sólo para robarlos, para hacer desaparecer a los desaparecidos, lo cual es la condición de su «aparición». Comercio y teatro de sepultureros. En las épocas de crisis social, cuando el nervus rerum social está, dice Marx, «enterrado (bestattet) junto al cuerpo del que es el nervio», el enterramiento especulativo del tesoro no entierra sino un «metal inútil», privado de su alma de dinero (Geldseele). Esta escena del enterramiento no recuerda solamente la gran escena del cementerio y de los enterradores de Hamlet, cuando uno de ellos sugiere que la obra del grave-maker dura más tiempo que todas las demás: hasta el juicio final. Esta escena del enterramiento del oro evoca una vez más, y con más precisión aún, a Timón de Atenas. En la retórica funeraria de Marx, el «metal inútil» del tesoro se convierte, tras el enterramiento del tesoro, en algo parecido a la ceniza enfriada (ausgebrannte Asche) de la circulación, en algo parecido a su caput mortuum, su residuo químico. El avaro, el acumulador, el especulador, se convierte, en su elucubración, en su delirio nocturno (Hirn-gespinst), en un mártir del valor de cambio. Ya no cambia más, porque sueña con un cambio puro. (Y, más adelante, veremos cómo la aparición del valor de cambio, en El Capital, es justamente una aparición, se diría que una visión, una alucinación, una aparición propiamente espectral, si esta imagen no nos impidiera hablar aquí propiamente de lo propio). El hombre del tesoro se comporta, entonces, como un alquimista (alchimistisch), especula en torno a los fantasmas, a los «elixires de vida», a la «piedra filosofal». La especulación permanece siempre fascinada, hechizada por el espectro. El que esta alquimia siga estando abocada a la aparición del espectro, al asedio o al retorno de los (re)aparecidos, es algo que aparece en la literalidad de un texto que las traducciones, a veces, descuidan. Cuando, en ese mismo pasaje, Marx describe la transmutación, se está tratando del asedio. Lo que opera de manera alquímica son intercambios o mezclas de (re)aparecidos, composiciones o conversiones locamente espectrales. El léxico del asedio y de los (re)aparecidos (Spuk, spuken) ocupa el frente de la escena. Lo que se traduce por «fantasmagoría de una loca alquimia» («La forma fluida de la riqueza y su forma petrificada, elixir de vida y piedra filosofal, se entremezclan en la fantasmagoría de una loca alquimia»[xli] y, es «[ ...] spuken alchimistisch toll durcheinander».)
En una palabra, y volveremos continuamente a ello, a Marx no le gustan los fantasmas más de lo que gustan a sus adversarios. No quiere creer en ellos. Pero no piensa sino en eso. Cree bastante en lo que se supone que los distingue de la realidad efectiva, de la efectividad viva. Cree poder oponerlos, como la muerte a la vida, como las vanas apariencias del simulacro a la presencia real. Cree lo bastante en la frontera de esta oposición como para querer denunciar, dar caza o exorcizar a los espectros, pero mediante el análisis crítico, no mediante una contra-magia. Pero ¿cómo distinguir entre el análisis que afecta a la magia y la contra-magia que aquél corre el riesgo de seguir siendo? Volveremos a plantearnos esta pregunta, por ejemplo a propósito de La ideología alemana. El «Concilio de Leipzig-San Max» (Stirner) organiza también ahí, recordémoslo de nuevo antes de volver a ello más adelante, una irresistible pero interminable caza del fantasma (Gespenst) y del (re)aparecido (Spuk). Irresistible como una crítica eficaz, pero también como una compulsión, interminable como se dice de un análisis, y la concomitancia no tendría, desde luego, nada de fortuito.
Esa hostilidad hacia los fantasmas, una hostilidad aterrada que se defiende a veces del terror con una carcajada es tal vez lo que Marx habrá tenido siempre en común con sus adversarios. El también habrá querido conjurar los fantasmas y todo lo que no fuera ni la vida ni la muerte, es decir, la re-aparición de una aparición que nunca será ni el aparecer ni lo desaparecido, ni el fenómeno ni su contrario. Habrá querido conjurar el fantasma como los conjurados de la vieja Europa a los que el Manifiesto declara la guerra. Por irredimible que siga siendo esta guerra y por necesaria que siga siendo esta revolución, se conjura con ellos y para exorzanalizar la espectralidad del espectro. Y éste es hoy, y quizá será también mañana, nuestro problema.
2. Pues conjuration significa, por otra parte, «conjuro» (Conjurement, Beschwörung), o sea, el exorcismo mágico que, por el contrario, tiende a expulsar al espíritu maléfico que habría sido llamado o convocado (O.E.D.: «The exorcising of spirits by invocation», «the exercise of magical or occult influence»).
Una conjuración es, en primer lugar, una alianza, ciertamente, a veces una alianza política, más o menos secreta, cuando no tácita, un complot o una conspiración. Se trata de neutralizar una hegemonía o de derribar un poder. (En la Edad Media, conjuratio designaba también la fe jurada por la que los burgueses se asociaban, a veces contra un príncipe, para fundar los burgos francos.) En la sociedad secreta de los conjurados, algunos sujetos, individuales o colectivos, representan fuerzas y se alían en nombre de intereses comunes para combatir a un temido adversario político, es decir, también para conjurarlo. Pues conjurar quiere decir también exorcizar: intentar a la vez destruir y negar una fuerza maligna, demonizada, diabolizada, las más de las veces un espíritu maléfico, un espectro, una especie de fantasma que retorna, o amenaza con retornar, post mortem. El exorcismo conjura el mal mediante unas vías que también son irracionales y mediante unas prácticas mágicas, misteriosas, incluso mistificantes. Sin excluir, ni mucho menos, el procedimiento analítico y la raciocinación argumentativa, el exorcismo consiste en repetir, a modo de incantación, que el muerto está bien muerto. Procede mediante fórmulas y, a veces, las fórmulas teóricas desempeñan este papel con una eficacia tanto mayor cuanto que da el pego respecto a su naturaleza mágica, su dogmatismo autoritario, el oculto poder que éstas comparten con aquello que pretenden combatir.
Pero el exorcismo eficaz no finge constatar la muerte sino para dar muerte. Como haría un médico forense, declara la muerte, pero, en este caso, para darla. Esta táctica es bien conocida. La forma constativa tiende a asegurar. La constatación es eficaz. Quiere y debe serlo en efecto. Es efectivamente un performativo. Pero la efectividad, aquí, se fantasmatiza ella misma. Se trata, en efecto, de un performativo que intenta tranquilizar, y en primer lugar tranquilizarse a sí mismo, asegurándose, pues nada es menos seguro, de que aquello cuya muerte se desea está bien muerto. Habla en nombre de la vida, pretende saber lo que es. ¿Quién lo sabe mejor que un ser vivo?, parece decir fuera de bromas. Procura convencer(se) allí donde (se) da miedo: resulta que aquello que se mantenía vivo, (se) dice, ya no está vivo, ya no resulta eficaz en la muerte misma, estad tranquilos. (Se trata, ahí, de una manera de no querer saber lo que todo ser vivo, sin aprender y sin saber, sabe, a saber: que, a veces, el muerto puede ser más poderoso que el vivo. Y, por eso, interpretar una filosofía como filosofía o como ontología de la vida nunca resulta fácil, lo que quiere decir que resulta siempre demasiado fácil, indiscutible, como lo que cae por su propio peso, pero tan poco convincente en el fondo, tan poco convincente, como la tautología, una tanto-ontología bastante heterológica, la de Marx o de cualquier otro, que no reconducirá todo a la vida sino a condición de incluir en ella la muerte y la alteridad de su otro, sin la cual ésta no sería lo que es). En una palabra, se trata a menudo de hacer como que se constata la muerte allí donde el certificado de defunción sigue siendo el performativo de una declaración de guerra o la gesticulación impotente, el agitado sueño de un dar muerte.
Jaqcues Derrida
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