Entrevista con Jacques Derrida (Passages, n° 57, septiembre de 1993, pp. 60- 75). Palabras recogidas por Stéphane Douailler, Émile Malet, Cristina de Peretti, Brigitte Sohm y Patrice Vermeren. Trad. C. de Peretti. El Ojo Mocho. Revista de Crítica Cultural (Buenos Aires) 5 (Primavera 1994). Edición digital de Derrida en castellano.
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-A menudo da la impresión –y se trata de una impresión que según hemos comprobado, es compartida tanto en Bogotá y en Santiago de Chile, en Praga y en Sofía, como en Berlín o en París- de que su pensamiento incide en la actualidad. ¿Comparte usted esta sensación? ¿Es usted, si no ya un filósofo del presente, sí al menos un filósofo que piensa su tiempo?
-¿Quién puede estar seguro de hacerlo? Además “incidir en la actualidad” y “pensar su tiempo” no es lo mismo. En ambos casos, habría que hacer algo, algo más, o algo distinto, que comprobar y describir: formar parte, tomar partido y pertenecer. A partir de ahí, se “incide” y, por consiguiente, se transforma, por poco que sea, se “interviene”, como suele decirse, en un tiempo que ni está ante uno ni está dado de antemano. Nunca hay normas preestablecidas para estar seguros de que se “incide en la actualidad” o, por utilizar su expresión, de que se “piensa su tiempo”. En el caso de algunos, lo uno va a menudo sin lo otro. Pero me considero incapaz de improvisar una respuesta para semejantes cuestiones. Es preciso que contemos con el tiempo de la entrevista –y lo tenemos contado. Hoy en día más que nunca, pensar su tiempo, (sobre todo cuando al hacerlo se corre el riesgo o la suerte de la palabra pública) consiste en tomar nota, para ponerlo en práctica, del hecho de que el tiempo de esa misma palabra se produce artificialmente. Es un artefacto. En su mismo acontecer, el tiempo de ese gesto público es calculado, forzado, “formateado”, “inicializado” por un dispositivo mediático (hagamos uso de estas palabras para ir de prisa). Esto merecería un análisis casi infinito. ¿Quién pensaría su tiempo hoy y, sobre todo, quién hablaría de él, les pregunto, si en primer lugar no prestara atención a un espacio público, por lo tanto a un presente político transformado a cada instante, en su estructura y su contenido, por la teletecnología de lo que tan confusamente se denomina información o comunicación.
Su pregunta no nombraba sólo el “presente” sino lo que se denomina la “actualidad”. Permítanme marcar, esquemáticamente, dos de los rasgos más actuales de la “actualidad”. Resultan demasiado abstractos para delimitar lo más propio de mi experiencia o de cualquier otra experiencia filosófica de la susodicha “actualidad” pero designan lo que constituye la actualidad en general. Podríamos arriesgarnos a darles dos apodos compuestos: artefactualidad y actuvirtualidad. El primer rasgo es que la actualidad, precisamente, está hecha: para saber de qué está hecha, no es menos preciso saber que lo está. No está dada sino activamente producida, cribada, utilizada y performativamente interpretada por numerosos dispositivos ficticios o artificiales, jerarquizadores y selectivos, siempre al servicio de fuerzas e intereses que los “sujetos” y los agentes (productores y consumidores de actualidad -a veces también son “filósofos” y siempre intérpretes-) nunca perciben lo suficiente. Por más singular, irreductible, testaruda, dolorosa o trágica que sea la “realidad” a la cual se refiere la “actualidad”, ésta nos llega a través de una hechura ficcional. No es posible analizarla más que al precio de un trabajo de resistencia, de contrainterpretación vigilante, etcétera. Hegel tenía razón al exhortar al filósofo de su tiempo a la lectura cotidiana de los periódicos. Hoy, la misma responsabilidad exige también que sepa cómo se hacen y quién hace los periódicos, los diarios, los semanarios, los noticieros de televisión. Sería preciso que pudiera ver del otro lado, tanto del de las agencias de prensa como del teleprompter.[i] No olvidemos jamás todo el alcance de este indicio: cuando parece que un periodista o un hombre político se dirigen a nosotros, en nuestras casas, mirándonos directamente a los ojos, están leyendo en una pantalla, con el dictado de un “apuntador”, un texto elaborado en otra parte, en otro momento, a veces por otros, incluso toda una red de redactores anónimos.
-Tendría que ser un deber cultivar la crítica sistemática de lo que se denomina la artefactualidad. Usted dice: “sería preciso.
-Si se trata de una cultura crítica, de una especie de educación, pero nunca diré “sería preciso”, nunca hablaré de ese deber tanto del ciudadano como del filósofo, sin añadirle dos o tres precauciones de principio.
La primera concierne a la cosa nacional (por responder en parte a aquello a lo que apuntaba su pregunta, como si, de vuelta del extranjero, hubiera alguna razón para arrancarla de un diario de viaje: “esto es lo que se dice de usted en el extranjero, ¿qué pensar de esta noticia?” Me hubiera gustado comentar ese gesto. Pero dejémoslo). Entre las filtraciones que “informan” la actualidad, y pese a una internacionalización acelerada pero tanto más equívoca, está ese privilegio indesarraigable de lo nacional, lo regional, lo provincial -o de lo occidental-, que sobredetermina todas las otras jerarquías (en primer lugar el deporte, luego el “político” -y no lo político-, después lo “cultural”, por orden de demanda, espectacularidad y legibilidad supuestamente decrecientes). Ese privilegio secundariza una masa de acontecimientos: los que se creen alejados del interés (supuestamente público) y de la proximidad de la nación, la lengua nacional, el código y el estilo nacional. En la información, la “actualidad” es espontáneamente etnocéntrica, excluye lo extranjero, a veces dentro del país, antes de toda pasión, doctrina o declaración nacionalista, y aun cuando esas “actualidades” hablen de los “derechos del hombre”. Algunos periodistas hacen esfuerzos meritorios para escapar a esta ley pero, por definición, nunca se hace lo suficiente, y esto no depende en última instancia de los periodistas profesionales. No hay que olvidarlo, principalmente hoy, cuando viejos nacionalismos asumen formas inéditas con la explotación de las técnicas mediáticas más “avanzadas” (la radiotelevisión oficial de la ex-Yugoslavia no sería sino uno de sus ejemplos sobrecogedores). Dicho sea de paso, algunos creyeron no hace mucho que había que volver a discutir la crítica del etnocentrismo o, si simplificamos mucho su imagen, la deconstrucción del eurocentrismo. Aquí o allá, todavía hoy es de buen tono, como si estuviéramos ciegos a lo que trae la muerte en nombre de la etnia, en el corazón de la misma Europa, una Europa que no tiene hoy otra realidad, otra “actualidad” que la económica y nacional, y cuya sola ley, tanto para las alianzas como para los conflictos, es la del mercado.
Pero la tragedia, como siempre, obedece a la contradicción o la doble postulación: la internacionalización aparente de las fuentes de información se realiza a menudo a partir de una apropiación y concentración de los capitales de información y difusión. Recuerden lo que pasó durante la guerra del Golfo. Que eso haya representado un momento ejemplar de toma de conciencia y, aquí o allá, de rebelión, no debe disimular la generalidad y la constancia de esta violencia en todos los conflictos, en Medio Oriente y otras partes. A veces, también puede imponerse una resistencia “nacional” a esta homogeneización aparentemente internacional. Primera complicación.
Otra precaución: esta artefactualidad internacional, esta monopolización del “efecto de actualidad”, esta apropiación centralizadora de los poderes artefactuales de “crear el acontecimiento” pueden ir a la par con un progreso de la comunicación “en directo” o en tiempo llamado real, en presente. El género teatral de la “entrevista” hace sacrificios, al menos ficticiamente, a esta idolatría de la presencia “inmediata”, en directo. Un diario siempre prefiere publicar una entrevista con un autor fotografiado, más que un artículo que asuma la responsabilidad de la lectura, la evaluación, la pedagogía. Entonces, ¿cómo hacer para no privarse de los nuevos recursos de la emisión en directo (videocámara, etcétera), al mismo tiempo que se siguen criticando sus mistificaciones? Y en primer lugar, mientras se sigue recordando y demostrando que el “directo” y el “tiempo real” nunca son puros: no nos entregan ni intuición ni transparencia, ninguna percepción despojada de interpretación o intervención técnica. Una demostración semejante apela ya, por sí misma, a la filosofía.
En definitiva -lo sugería demasiado a la ligera hace un instante-, la deconstrucción necesaria de esta artefactualidad no debe servir de coartada. No tendría que ceder a un afán de emulación en el simulacro y neutralizar toda amenaza en lo que podría llamarse el embuste del embuste, la denegación del acontecimiento: “Todo -se diría entonces-, y aun la violencia; el sufrimiento, y la guerra y la muerte, todo está construido, ficcionalizado, constituido por y con vistas a los dispositivos mediáticos, nada sucede, no hay más que simulacro y embuste”. Al llevar lo más lejos posible una deconstrucción de la artefactualidad, hay que hacer, por lo tanto, todo lo que esté a nuestro alcance para prevenirse de ese neoidealismo crítico y recordar no sólo que una deconstrucción consecuente es un pensamiento de la singularidad, por ende del acontecimiento, de lo que conserva de irreductible, sino también que la “información” es un proceso contradictorio y heterogéneo; puede y debe transformarse, puede y debe servir, como lo hizo a menudo, al saber, la verdad y la causa de la democracia venidera, como a todas las cuestiones que entrañan. Por más artificial y manipuladora que sea, no puede no esperarse que la artefactualidad se rinda o se pliegue a la venida de lo que viene, al acontecimiento que la transporta y hacia el cual se transporta. Y del que aportará testimonio, aunque sea en defensa propia.
-Hace un momento, propuso otro apodo que hacia referencia no ya a la técnica ni al artificio sino a la virtualidad.
-Si tuviéramos tiempo para ello, yo insistiría sobre otro rasgo de la “actualidad”, de lo que sucede hoy y de lo que le sucede hoy a la actualidad. Insistiría no sólo en la síntesis artificial (imagen sintética, voz sintética, todos los complementos protéticos que pueden hacer las veces de actualidad real) sino, en primer lugar, sobre un concepto de virtualidad (imagen virtual, espacio virtual y por lo tanto acontecimiento virtual) que sin duda no puede ya oponerse, con toda serenidad filosófica, a la realidad actual, como no hace mucho se distinguía entre la potencia y el acto, la dynamis y la energeia, la potencialidad de una materia y la forma definidora de un telos, y en consecuencia también de un progreso, etcétera. Esta virtualidad se imprime directamente sobre la estructura del acontecimiento producido, afecta tanto el tiempo como el espacio de la imagen, el discurso, la “información”; en suma, de todo lo que nos refiere a la mencionada realidad, a la realidad implacable de su presente supuesto. Entre otras cosas, un filósofo que “piensa su tiempo” debe estar hoy atento a las implicaciones y consecuencias de ese tiempo virtual. A las novedades de su puesta en marcha técnica, pero también a lo que lo inédito recuerda de posibilidades tanto más antiguas.
-Quizá piensen que, desde hace un rato, estoy derivando o desviándome de su pregunta. No contesto a ella de modo directo. Algunos dirán: está perdiendo el tiempo, el suyo, el nuestro. O bien, está ganando tiempo, retrasa el momento de contestar. Lo último que puede aceptarse hoy en televisión, en la radio o en los diarios, es que en ellos algunos intelectuales se tomen su tiempo, o pierdan el tiempo de los otros. Esto es, tal vez, lo que habría que cambiar en la actualidad: el ritmo. Se supone que los profesionales de los medios no pierden nada de tiempo. Ni del suyo ni del nuestro. Cosa que, al menos, están seguros de lograr con frecuencia. Conocen el costo, si no el valor del tiempo. Antes de denunciar el silencio de los intelectuales, como se hace habitualmente, ¿por qué no interrogarse sobre esta nueva situación mediática? ¿Y sobre los efectos de una diferencia de ritmo? Ésta puede reducir al silencio a ciertos intelectuales (los que necesitan un poco más de tiempo para los análisis necesarios y no aceptan adaptar la complejidad de las cosas a las condiciones que se les imponen para hablar de ellas), puede hacerlos callar o hacer que sus voces queden ocultas bajo el ruido de algunos otros, al menos en los lugares donde dominan ciertos ritmos y ciertas formas de habla. Ese otro tiempo, el tiempo de los medios, produce sobre todo otra distribución, otros espacios, ritmos, relevos, formas de toma de la palabra e intervención pública. Lo que es invisible, ilegible, inaudible en la pantalla de la mayor exposición puede ser activo y eficaz, de inmediato o en último término, y no desaparecer más que a los ojos de quienes confunden la actualidad con lo que ven o creen hacer en la vidriera de “gran superficie”. En todo caso, esta transformación del espacio público obliga a trabajar, y el trabajo se realiza, creo, se lo percibe más o menos bien en los lugares donde se lo suele esperar demasiado. El silencio de quienes leen, escuchan o ven los noticieros, y también los analizan, no es tan silencioso como parece precisamente del lado en que esos espacios de noticias parecen o se vuelven sordos o ensordecen todo lo que no habla según su ley. Por ello, habría que invertir la perspectiva: cierto ruido mediático con respecto a una pseudoactualidad cae como el silencio, hace silencio sobre todo lo que habla y actúa. Y se escucha en otra parte o por otra parte, si se sabe prestar oídos. Es la ley del tiempo, terrible para el presente y que siempre hace esperar y hasta contar con lo intempestivo. Habría que hablar aquí de los límites efectivos del derecho a réplica (por lo tanto, a la democracia): antes que a toda censura deliberada, obedecen a la apropiación del tiempo y el espacio público, a su ordenamiento técnico por quienes ejercen el poder mediático.
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