Así, pues, Whither marxism?, ¿Adónde va el marxismo? Ésa es la cuestión que nos plantearía el título de este coloquio. ¿En qué señalaría hacia Hamlet, Dinamarca, Inglaterra? ¿Por qué apuntaría a seguir a un fantasma? ¿Adónde? Whither? ¿Qué es seguir a un fantasma? ¿Y si eso nos llevara a ser seguidos por él, siempre; a ser perseguidos quizás en la misma caza que queremos darle? Otra vez aquí lo que parecía por-delante, el porvenir, regresa de antemano: del pasado, por-detrás. «Something is rotten in the State of Denmark», declara Marcelo en el momento en que Hamlet se dispone, justamente, a seguir al fantasma («I’ll follow thee» : acto I, esc. IV); «Whither», le preguntará muy pronto, él también: «Where wilt thou lead me? speak; I’ll go no further. Ghost: Mark me [...] I am thy Fathers Spirit»).
Repetición y primera vez, es quizá ésa la cuestión del acontecimiento como cuestión del fantasma: ¿qué es un fantasma?, ¿qué es la efectividad o la presencia de un espectro, es decir, de lo que parece permanecer tan inefectivo, virtual, inconsistente como un simulacro? ¿Hay ahí entre la cosa misma y su simulacro una oposición que se sostenga? Repetición y primera vez, pero también repetición y última vez, pues la singularidad de toda primera vez hace de ella también una última vez. Cada vez es el acontecimiento mismo una primera vez y una última vez. Completamente distinta. Puesta en escena para un fin de la historia. Llamemos a esto una fantología*. Esta lógica del asedio no sería sólo más amplia y más potente que una ontología o que un pensamiento del ser (del to be en el supuesto de que haya ser en el to be or not to be, y nada es menos seguro que eso). Abrigaría dentro de sí, aunque como lugares circunscritos o efectos particulares, la escatología o la teleología mismas. Las comprendería, pero incomprehensiblemente. ¿Cómo comprender, en efecto, el discurso del fin o el discurso sobre el fin? ¿Puede ser comprendida la extremidad del extremo? ¿Y la oposición entre to be y not to be? Hamlet ya comenzaba por el retorno esperado del rey muerto. Después del fin de la historia, el espíritu viene como (re)aparecido, figura a la vez como un muerto que regresa y como un fantasma cuyo esperado retorno se repite una y otra vez.
¡Ah, el amor de Marx por Shakespeare...! Es cosa conocida. Chris Hani compartía la misma pasión. Acabo de saberlo y me gusta esta idea. Aunque Marx cita más a menudo Timón de Atenas, el Manifiesto parece evocar o convocar, desde su apertura, la primera venida del fantasma silencioso, la aparición del espíritu que no responde, en esa terraza de Elsinore que es la vieja Europa. Pues si bien esta primera aparición teatral marcaba ya una repetición, ahora implica al poder político en los pliegues de esa iteración («In the same figure, like the King that’s dead», dice Barnardo una vez que, en su irreprimible deseo de identificación, cree reconocer la «Cosa»). Desde lo que podríamos llamar el otro tiempo o la otra escena, desde la víspera de la pieza, los testigos de la historia temen y esperan un retorno, luego, again and again, una ida y venida (Marcelo: «What! has this thing appear’d againe tonight?». Luego: «Enter the Ghost, Exit the Ghost, Re-enter the Ghost»). Cuestión de repetición: un espectro es siempre un (re)aparecido. No se pueden controlar sus idas y venidas porque empieza por regresar. Pensemos también en Macbeth y acordémonos del espectro de César. Después de haber expirado, regresa. Bruto también dice again: «Well; then I shall see thee again? Ghost: -Ay, at Philippi» (acto IV, esc. 111).
Ahora bien, ¡qué ganas hay de respirar! O de suspirar: después de la expiración misma, pues se trata del espíritu. Pero lo que parece casi imposible es seguir hablando del espectro, al espectro, seguir hablando con él, sobre todo seguir haciendo hablar o dejando hablar a un espíritu. Y el asunto parece aún más difícil para un lector, un sabio, un experto, un profesor, un intérprete, en suma, para lo que Marcelo llama un scholar. Puede que para un espectador en general. En el fondo, un espectador, en tanto que tal, es el último a quien un espectro puede aparecerse, dirigir la palabra o prestar atención. En el teatro o en la escuela. Hay razones esenciales para ello. Teóricos o testigos, espectadores, observadores, sabios e intelectuales, los scholars creen que basta con mirar. Desde ese momento, no están siempre en la posición más favorable para hacer lo que hay que hacer: hablar al espectro. Tal vez ésa es una entre tantas otras lecciones imborrables del marxismo. No hay ya, no ha habido nunca scholar capaz de hablar de todo dirigiéndose a quien sea, y aún menos a los fantasmas. No ha habido nunca un scholar que verdaderamente, y en tanto que tal, haya tenido nada que ver con el fantasma. Un scholar tradicional no cree en los fantasmas -ni en nada de lo que pudiera llamarse el espacio virtual de la espectralidad. No ha habido nunca un scholar que, en tanto que tal, no crea en la distinción tajante entre lo real y lo no-real, lo efectivo y lo no-efectivo, lo vivo y lo no-vivo, el ser y el no-ser (to be or not to be, según la lectura convencional), en la oposición entre lo que está presente y lo que no lo está, por ejemplo bajo la forma de la objetividad. Más allá de esta oposición, no hay para el scholar sino hipótesis de escuela, ficción teatral, literatura y especulación. Si nos refiriéramos únicamente a esta figura tradicional del scholar, habría entonces que desconfiar aquí de lo que podría definirse como la ilusión, la mistificación o el complejo de Marcelo. Éste no estaba quizá en situación de comprender que un scholar clásico no es capaz de hablar al fantasma. No sabía lo que es la singularidad de una posición, no digamos ya de una posición de clase como se decía en otro tiempo, sino la singularidad de un lugar de habla, de un lugar de experiencia y de un vínculo de filiación, lugares y vínculos desde los cuales, y únicamente desde los cuales, puede uno dirigirse al fantasma: «Thou art a Scholler; speake to it Horatio», dice ingenuamente, como si participase en un coloquio. Recurre al scholar, al sabio o al intelectual instruido, al hombre de cultura como a un espectador capaz de introducir la distancia necesaria o encontrar las palabras apropiadas para observar, mejor dicho, para apostrofar a un fantasma, es decir, también para hablar la lengua de los reyes o de los muertos. Pues Barnardo acaba de vislumbrar la figura del rey muerto, cree haberla identificado, por semejanza («Barnardo: In the same figure, like the King that’s dead. Marcelo: Thou art a Scholler, speake to it Horatio»). No le pide sólo que hable al fantasma, sino que le llame, le interpele, le interrogue, más exactamente, que pregunte a la Cosa que todavía es: «Question it Horatio».Y Horacio ordena a la Cosa que hable, se lo manda por dos veces en una actitud a la vez imperiosa y acusadora. Horacio exige, conmina a la vez que conjura («By heaven I Charge thee speake! [...] speake, speake! I Charge thee, speake!»). Y, en efecto, se traduce a menudo «I Charge thee» por «te conjuro» [«je t’en conjure»], lo que nos indica una vía por la cual se cruzarán más tarde la inyunción y la conjuración. Conjurándole a hablar, Horacio quiere confiscar, estabilizar, detener al espectro dentro de su palabra: «(For which, they say, you Spirits of walke in death) Speake of it. Stay, and speake. Stop it Marcellus».
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Sin embargo, entre todas las tentaciones a las que debo hoy resistirme, está la de la memoria: contar lo que ha sido para mí, y para los de mi generación, que la han compartido durante toda una vida, la experiencia del marxismo, la figura casi paterna de Marx, su disputa en nosotros con otras filiaciones, la lectura de los textos y la interpretación de un mundo en el cual la herencia marxista era (aún sigue y seguirá siéndolo) absolutamente y de parte a parte determinante. No es necesario ser marxista o comunista para rendirse a esta evidencia. Habitamos todos un mundo, algunos dirían una cultura, que conserva, de forma directamente visible o no, a una profundidad incalculable, la marca de esta herencia.
Entre los rasgos que caracterizan una cierta experiencia propia en mi generación, es decir, una experiencia que habrá durado al menos cuarenta años y que no ha terminado, aislaría en primer lugar una paradoja preocupante. Se trata de una perturbación del déjà vu, e incluso de cierto «siempre déjà vu». Este malestar de la percepción, de la alucinación y del tiempo lo menciono en razón del tema que nos reúne esta tarde: whither marxism? Para muchos de entre nosotros la cuestión tiene nuestra edad. En particular para los que -éste fue también mi caso- se oponían ciertamente al «marxismo» o al «comunismo» de hecho (la Unión Soviética, la Internacional de partidos comunistas, y todo lo que se seguía de ello, es decir, tantas y tantas cosas...) pero entendían por lo menos hacerlo por motivaciones distintas de las conservadoras o reaccionarias, incluso de las propias de posiciones de derecha moderada o republicana. Para muchos de nosotros, un cierto (digo bien, un cierto) fin del comunismo marxista no ha esperado al reciente hundimiento de la URSS y todo lo que de ello depende en el mundo. Todo esto empezó -todo esto era incluso déjà vu-, indudablemente, desde el principio de los años cincuenta. Desde entonces, la cuestión que nos reúne esta tarde (whither marxism?) resuena como una vieja repetición. Lo fue ya, aunque de una manera completamente distinta, la que se imponía a muchos de los que eramos jóvenes en esa época. La misma cuestión había ya resonado. La misma, ciertamente, pero de modo totalmente distinto. Y la diferencia en la resonancia, eso es lo que hace eco esta tarde. Aún es por la tarde, sigue cayendo la noche a lo largo de las «murallas», sobre los battlements de una vieja Europa en guerra. Con el otro y con ella misma.
¿Por qué? Era la misma cuestión, ya, como cuestión final. Indudablemente, muchos jóvenes de hoy en día (del tipo «lectores-consumidores de Fukuyama» o del tipo «Fukuyama» mismo) no están lo bastante enterados: los temas escatológicos del «fin de la historia», del «fin del marxismo», del «fin de la filosofía», de los «fines del hombre», del «último hombre», etc., eran en los años cincuenta, hace cuarenta años, el pan nuestro de cada día. Este pan de apocalipsis no se nos caía ya de la boca. Con toda naturalidad. Con la misma naturalidad con que tampoco se nos caía de la boca aquello que, después, en 1980, denominé «el tono apocalíptico en filosofía».
¿Qué consistencia tenía ese pan? ¿Qué gusto? Estaba, por una parte, la lectura o el análisis de los que podríamos denominar los clásicos del fin. Formaban el canon del apocalipsis moderno (fin de la Historia, fin del Hombre, fin de la Filosofía, Hegel, Marx, Nietzsche, Heidegger, con su codicilo kojeviano y los codicilos del propio Kojève). Estaba, por otra parte, e indisociablemente, lo que sabíamos o lo que algunos de nosotros desde hacía mucho tiempo no se ocultaban a sí mismos sobre el terror totalitario en los países del Este, sobre los desastres socioeconómicos de la burocracia soviética, sobre el estalinismo pasado o el neoestalinismo entonces vigente (en líneas generales: desde los procesos de Moscú a la represión en Hungría, por limitarnos a estos mínimos índices). Tal fue sin duda el el elemento en donde se desarrolló lo que se llama la deconstrucción -y no puede comprenderse nada de ese momento de la deconstrucción, especialmente en Francia, si no se tiene en cuenta este enmarañamiento histórico-. Por ello, para aquellos con quienes he compartido ese tiempo singular, esa doble y única experiencia (a la vez filosófica y política), para nosotros, me atrevería a decir, el alarde mediático de los discursos actuales sobre el fin de la historia y el último hombre se parece muy a menudo a un fastidioso anacronismo. Al menos hasta cierto punto que precisaremos más adelante. Algo de este fastidio transpira por otra parte a través del cuerpo de la cultura más fenoménica de hoy día: lo que se oye, se lee y se ve, lo que más se mediatiza en las capitales occidentales. En cuanto a los que se entregan a ello con el júbilo de un frescor juvenil, dan la impresión de estar retrasados, un poco como si fuera posible tomar aún el último tren después del último tren, e ir todavía con retraso respecto a un fin de la historia.
¿Cómo se puede ir con retraso respecto al fin de la historia? Cuestión de actualidad. Cuestión seria, pues obliga a reflexionar de nuevo, como lo hacemos desde Hegel, sobre lo que pasa y merece el nombre de acontecimiento después de la historia, y a preguntarse si el fin de la historia no es solamente el fin de un cierto concepto de la historia. Es ésta quizás una de las cuestiones que habría que plantear a quienes no se contentan sólo con ir con retraso respecto al apocalipsis y al último tren del fin sin ir, por así decirlo, asfixiados, sino que, además, encuentran el modo de sacar pecho con la buena conciencia del capitalismo, del liberalismo y de las virtudes de la democracia parlamentaria -designaremos por tal no al parlamentarismo y a la representación política en general, sino a las formas presentes, es decir, en realidad pasadas, de un dispositivo electoral y de un aparato parlamentario.
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