terça-feira, 13 de junho de 2017

La lengua italiana no es un dato adquirido, es un problema no resuelto.


La lengua italiana no es un dato adquirido, es un problema no resuelto. Desde el siglo XIX, a diferencia de Inglaterra, en Italia no ha sido posible escribir como se habla. La de Tommaseo o la de Carducci son lenguas altamente artificiales. Manzoni inventa una lengua natural inexistente. Y tanto Pascoli como Saba usaban un lenguaje de una simplicidad utópica. D’Annunzio, Montale, Baccheli, Gadda inventan lenguas del todo personales. Quisiera que alguien meditase seriamente sobre qué empujó a D’Annunzio a escribir en francés El martirio de San Sebastián, una obra profunda que solamente hoy se está en condiciones de comprender plenamente. ¿Qué insuficiencia lingüística le hizo llegar así al final de su camino? Y ¿por qué la grandeza de Pirandello o de Svevo aflora con claridad solamente en las traducciones?

Aislamiento y ambilingüismo se entrelazan en un enigma ontológico: ¿qué tipo de encuentro semántico se da en el ánimo de un autor ambilingüe que, en primer término, por serlo, ha descubierto la otredad en sí mismo y que, en segundo lugar, por serlo también, ha sabido reconocer en sí los dos soles de la interioridad humana, señalados en los poemas antiguos? Ante todo, el cauce abierto por el interrogante enfrenta al lector con la frondosidad temática de una obra surgida al calor de encuentros personales: en Italia con el líder de una orden zazén y el descendiente de una familia jasídica; en Irán con un alquimista chiíta, y en Taipei con un profesor musulmán de filología china; y, por último, con un maestro del Vedânta advaita entre Huston y Kanchipuram. Una exploración más empeñosa confirma a su vez un vasto y raro orbe de lecturas: Marius Schneider o Moshe Idel, Kawai Hayao o Duncan Derret. Sin duda, el concierto de voces que se da cita en la obra de Zolla puede inducir al agobio; pero resultaría disonante privilegiar exclusivamente la rareza de las concordancias de este autor. Después de todo, Zolla no está solo en la Italia contemporánea. El siglo saliente ha abundado en variopintos acercamientos a lo gnoseológico; muy otra cosa es que haya que frecuentar en una húmeda oscuridad germinal aquellas obras que pueden oficiar de alimento; en sede italiana, por ejemplo, los estudios de Giuseppe Tucci, Giorgio de Santillana y Rosario Assunto.

Acaso el agobio desaparezca si se ordena el abanico temático: las metafísicas de la América aborigen y las tradiciones afroasiáticas con sus protagonistas principales: el shamán; la Patrística, Bizancio y la Latinidad así como la vida religiosa hebrea y musulmana; las tradiciones primitivas, el Japón y la India así como el folklore, las literaturas y las filosofías europeas modernas y contemporáneas, derrotero amplísimo del que tratan dos obras compuestas en claves distintas: una, Le potenze dell’ anima. Morfologia dello spirito nella storia della cultura (1968), donde, a partir de múltiples puntos, se establecen las categorías de la interioridad identificables en una historiografía casi universal; la otra, Le tre vie (1995), donde se examina la posibilidad de la realización espiritual desde tres senderos inusualmente considerados: el conocimiento, la devoción a Dios y el deseo. Claro está, el acercamiento erudito no apacigua el interrogante: ¿qué punto de apoyo permite a un pensador actual combinar de manera superior toda esa sabiduría de siglos en una obra personal que solo el futuro podrá valorar ecuánimemente? Plausiblemente, solo una estilística de orden especulativo pueda revelar que el apoyo es bifronte: por un lado, el ejercicio del gusto entendido como capacità di scartare; por el otro, la ascesis del lenguaje; en palabras de Zolla: raffinare l’eloquio fino a farlo coincidere col cuore a fin de suprimir los guiños y los tics de los demás en el propio decurso imaginativo. Para los interesados en claves retóricas más inusuales, valdría advertir los nexos solidarios entre ilusionismo y voluntad de estilo; antes de arquear las cejas, conviene pensar en Don Bosco, paisano de Zolla, cuyo interés por la prestidigitación era una forma casera de integrarse al generoso juego del universo.

K.M.

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