sexta-feira, 23 de agosto de 2019

El animal que luego estoy si(gui)endo (Jacques Derrida)

Rider Jesus
EL ANIMAL QUE SOMOS

Derrida fue un malabarista. Un prestidigitador de las palabras. No hace falta más que ojear alguno de sus libros para que un torrente de metáforas inunde nuestro cerebro. Sin embargo Derrida no es un poeta. Alguien podría caer en la tentación de definirlo como tal, pero sus obras, por muy cerca de las musas que parezcan, irradian una intención filosófica muy concreta. Nomadismo lo llamó Deleuze, deconstrucción será el nombre que finalmente prevalezca. A estas alturas no vamos a definir qué significa la deconstrucción y más cuando el propio Derrida consideró en vida que ésta no era, probablemente, la idea fundamental de su pensamiento. Quizás sí la manera de conectar este “método” con las cuestiones que realmente importan fue la tarea más importante que el argelino trató de acometer.
Es conocido también que para llevar a cabo esa misión la primera de las reglas debe ser la ausencia de éstas, no por relativismo, ni por escepticismo, tales categorías no funcionan cuando hablamos de Derrida. Para él la única manera de saber si uno toca o no la esencia de aquello de lo que quiere hablar es aceptando que nunca llegará a tocarlo totalmente, que nunca podrá abarcarlo, en definitiva, que se perderá en el trasiego y que el trasegar –transitar- es lo único que importa. Es este perderse característico el que nos ha quedado de Derrida. La invitación al fracaso. La humildad del pensamiento formado.
En su caso cada vez hace falta plantearse una vereda, una senda en la que dar vueltas y vueltas, emulando la espiral metafísica que intentamos investigar de manera que el fluctuar del pensamiento encuentre algún punto donde asirse, una verdad en minúscula. Esa que puede aparecer en cualquier esquina. O en tú propia casa. O en tu propio gato.
Al comienzo del libro Derrida cuenta la anécdota de que todas las mañana su gata esperaba despierta a que él se levantará de la cama para exigir su ración de desayuno. Esa mirada. La mirada del gato agobiado por el hambre es el tema del libro que ahora Trotta nos propone. ¿Qué más sugerente que la mirada de un gato para preguntarnos por la naturaleza del otro que nos mira?
Derrida nos recuerda que todas las proposiciones que conciernen al animal están atrapadas en una problemática mucho más amplia que no es la del animal. Así, atravesando una y otra vez esta cuestión el libro se adentra en la historia de la filosofía para estudiar como desde Descartes es posible trazar una línea que enhebre la teoría kantiana con la filosofía de Heidegger, la teoría del otro de Levinas y el inconsciente de Lacan en lo que a la opinión sobre el animal se refiere.
Según Derrida todos estos filósofos han pensado siempre desde el antropocentrismo entendiendo la filosofía como una suerte de autobiografía antropomórfica. Ninguno de ellos ha tenido en cuenta eso otro que nos mira y que es el animal. Ni el cogito cartesiano, ni el yo trascendental de Kant, ni el rostro y su urgencia en Levinas, ni la finitud del dasein heideggeriano son atribuibles al animal y esto dice mucho del punto de vista se esconde bajo sus páginas. Derrida quiere poner en cuestión la mismísima diferencia ontológica, esa que divide el ser en esencia y existencia, a la luz de la cuestión del animal. El animote, le llama. El fenómeno animal que hemos convertido en sacrificio. El animal que para toda la filosofía occidental no muere, no puede morir, porque no piensa, porque no posee autonomía, porque no posee rostro, porque no existe en cuanto tal. “No se comprende a un filósofo más que si se entiende bien lo que éste pretende mostrar y, en verdad, fracasa en demostrar, acerca del límite entre el hombre y el animal”.
Qué significa eso y cómo es posible pensar el animal que habita dentro y fuera del hombre y así la relación entre la desnudez y el pudor, entre la naturaleza y la maquina, la diferencia entre el ser y el seguir, son algunos de los temas que van hilvanándose por las páginas de El animal que luego estoy si(gui)endo. Una conferencia de diez horas -más una conclusión improvisada que Derrida tuvo que acometer sobre Heidegger a petición de los asistentes- ideada para El Centro Cultural de Cerisu, en Normandía en 1997. Se trata, en efecto, de la cuestión nuclear en la filosofía Derrida: la pregunta por lo totalmente otro.
Al respecto de El animal que luego estoy si(gui)endo
En El animal que luego estoy si(gui)endo Jacques Derrida señala que la tradición filosófica ha ignorado el sufrimiento animal, pues lo ha tratado como algo opuesto al hombre, olvidando la animalidad que hay en nosotros mismos. El 22 de septiembre de 2001, al recibir el premio Theodor W. Adorno, como parte de su discurso Derrida enumeró una lista de temas que le hubiera gustado desarrollar en los próximos siete capítulos de un libro imaginario, sabiendo de antemano que la enfermedad ya no se lo permitiría. Entre la lista de siete temas llamó mi atención el punto siete. Derrida explicó que abordaría el tema de la animalidad, tema del que Adorno ya se había ocupado: “Para un sistema idealista los animales jugarían virtualmente el mismo papel que los judíos en un sistema fascista”. Es importante recordar que Adorno era judío y que tuvo que huir de Alemania debido a la persecución nazi; Derrida, antes de morir, dejó plantada la semilla de un tema que nos compete como sociedad y que deberíamos pensar seriamente: el derecho de los animales a nuestra hospitalidad.
Harto conocido es el día en que Nietzsche enloqueció y la anécdota que desató el brote psicótico del cual jamás se recuperaría. En diciembre de 1889, su cordura, mas no su lucidez emocional, iba en detrimento. Enviaba cartas a amigos y las firmaba como El crucificado o Dionisio. Una de esas frías mañanas de diciembre en Turín, Nietzsche caminaba por la vía pública cuando descubrió a un famélico caballo siendo azotado a latigazos por el cochero sin importarle que el animal ya no pudiera seguir acarreando su carga. El filósofo se abrazó al cuello del caballo y rompió en llanto. Entre las palabras atragantadas llegó a pedirle perdón por la brutalidad humana. Fue entonces que Nietzsche se volvió loco para jamás recuperar la cordura.
Señalar estos actos apunta a una responsabilidad social sobre el que se encuentra en desventaja. Es pensar en el huérfano, el caído en desgracia, el débil, el que no puede defenderse. El abuso y la crueldad esgrimida por quienes están en una situación de poder sobre aquellos que no lo están —hablo de presos políticos, niños indefensos ante padres golpeadores, prisioneros de guerra, mujeres maltratadas por sus amantes, abusos policíacos, ejecuciones del narcotráfico, la población civil frente al ejército, mascotas en manos de sus propietarios—, producen tanto horror y desasosiego porque se trata de un asunto de poder, un poder detentado con crueldad, alevosía y ventaja, sin un ápice de piedad por el sufrimiento ajeno de quien está quebrantado frente a ellos. Es una situación que se alinea con la aceptación de la crueldad, el maltrato y la indiferencia de cualquier totalitarismo. Como Derrida escribió, “el fascismo empieza cuando se insulta a un animal, incluso al animal que hay en el Hombre”.

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