Henos aquí pues ante el secreto como el (no) querer decir más propio de la conciencia refugiada en la idealidad utópica de una verdad silenciosa reacia a caer en la exterioridad material del significante. El secreto como la esencia, la realización última, el rendimiento máximo, la culminación, la piedra angular de la construcción del sujeto intencional llevado al límite que se oye hablar a sí mismo en una autopresencia ininterrumpida fuente y origen de toda otra evidencia. Una conciencia que calla como un muerto. Una conciencia que sueña con llevarse su secreto a la tumba. Que prefiere morir antes que revelar su secreto, atragantarse a cada paso con una cápsula de cianuro antes que someterse a un interrogatorio que transformara en gritos su mutismo. Una conciencia asediada de continuo por la posibilidad necesaria de su autodestrucción, de su muerte, para perpetuarse como tal, mantenerse pura. Una conciencia abocada al suicidio, a sobrevivir, a enterrarse muerta en vida para conservar su (no) querer decir. El secreto, también puñal, arma[2], conduce inexorablemente a la autoaniquilación de la conciencia. El (no) querer decir porta implícitamente su propia muerte como su imposible posibilidad. Sólo el silencio anónimo de la tumba está a salvo de la amenaza de la exterioridad pública del secreto a voces. El secreto se constituye así en definitivo arrêt de mort[3] de la conciencia que camina en un difícil equilibrio entre dos abismos hacia los que no puede evitar precipitarse vertiginosamente: “Si vous ne me tuez pas vous me tuez”[4]
Ahí hay secreto. En (el)lugar de la literatura. Ahí hay literatura. En (el) lugar del secreto. Literatura: escritura del secreto. Donde el genitivo “de” se hace indecidible. Incluso imposible. La literatura indica la emancipación del origen, del génesis de los Libros Sagrados, del progenitor: sólo así es testimonio del secreto de la escritura, de la escritura del secreto.
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