cosmopolitismo de la diferencia
Giacomo Marramao
introducción
La Babel actual se presenta como una extensión a escala planetaria de
la Kakania de Musil, compendio cacofónico de idiomas múltiples e intraducibles.
En procura de conceptualizar y dinamizar esta nueva World
Picture, es oportuno no sólo deshacer el falso dilema entre universalismo
y relativismo, sino también resolver la impasse de una filosofía política
normativa, que tiende a objetivar las “identidades culturales” y las “luchas
por el reconocimiento”, asumiéndolas en calidad de datos y no en
calidad de problemas.
La puesta en juego filosófica planteada consiste en sustraer lo universal
–a pesar de su etimología– a la lógica de la reductio ad Unum, para
adscribirlo al régimen de lo múltiple y de la diferencia. Bajo la doble
fenomenología de la homologación mercantil y de la pandemia conflictiva
de comunitarismos de la identidad opera una variedad de impulsos
universalizantes, cuyo potencial puede valorarse sólo mediante
una nueva teoría y práctica de la traducción. A partir del fracaso de los
dos principales modelos de “inclusión” democrática experimentados
hasta el momento por el Occidente –el republicano de asimilación (el
modelo République, con su universalismo de la indiferencia) y el multiCEPAL-int.indd
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culturalista “fuerte” (el modelo Londonistan, con su mosaico de diferencias,
campo fecundo para el surgimiento de los fundamentalismos)–,
se propone un cosmopolitismo de la diferencia. Para ir más allá de la
complicidad conflictiva interna a este dilema, sin embargo, se requiere
volver a poner en el orden del día un reencantamiento de la política,
condición única para poder detectar los signa prognostica de nuestro
presente.
universal múltiple
Ardua tarea es la de procurar retener el núcleo medular del presente:
situar en él la lógica y la estructura –más allá del ruido de la actualidad–
para llevarlas al concepto. Siempre ha sido arduo: también lo fue en la
época de Hegel y de Marx, y en la de Weber y Lenin. Pero hoy lo es más:
en el presente de nuestro “mundo finito”, espacialmente comprimido
y temporalmente acelerado y, sin embargo, cada vez más imposible de
reconducir al marco de una mono-lógica. Un mundo que, en realidad,
parece dominado por los efectos evasivos de una bi-lógica, por cuya obra
la estructura uniformadora de la tecnoeconomía y del Mercado global se
corresponde con una diáspora creciente de identidades, valores, formas
de vida.
Para describir este estado de cosas, en el pasado recurrí a menudo a
sugestivas metáforas tomadas de la literatura, como la Kakania de Musil
(¿no es quizá nuestro mundo una mundialización de Kakania?); o bien
tomadas de “escenas influyentes” (en el sentido de la Ur-szene freudiana)
que se remontan a la herencia mítico-religiosa de nuestra civilización,
como en el caso de la torre Babel: ¿no es quizá nuestro mundo uniformado
cada vez más parecido a ese compendio cacofónico de múltiples e
intraducibles idiomas?
Si se hace caso omiso de la maravillosa colección de ensayos Después
de Babel de George Steiner, que se remonta al lejano 1975, acaso resulte,
con todo, difícil en nuestros días encontrar un texto literario o un ensayo
capaces de dar cuenta de la cautivante bi-lógica de la Babel global con la
misma intensidad y eficacia simbólica de algunas películas o, mejor dicho,
textos cinematográficos. También las películas son textos –es decir,
según la incomparable lección de Roland Barthes, tejidos– que por dignidad
expresiva y riqueza de estímulos al pensamiento muy poco tienen
que envidiarles a los textos escritos.
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después de babel: identidad, pertenencia y cosmopolitismo... 37
Babel es el título de una reciente y sugestiva película del director mexicano
Alejandro González Iñárritu. En ella se describe el mundo globalizado
como un espacio babélico, compuesto en forma de mosaicos por
una multiplicidad de cuadros de vida dispersos –a la vez materialmente
desiguales y culturalmente diferenciados–, unidos por flujos de acontecimientos
que los atraviesan.
Eventos macro, como las grandes crisis financieras, o microscópicos,
como el que inicia la película: un proyectil perdido, proveniente de un
fusil hipertecnológico que disparó con mano inexperta un muchacho
que se lo había robado a su padre, pastor en las montañas de Marruecos,
impacta por casualidad contra un autobús de turistas, y hiere
de gravedad a una joven estadounidense (Cate Blanchett), de viaje
junto con su esposo (Brad Pitt). Según el mecanismo físico de la reacción
en cadena, los efectos de ese hecho se desatan en distintos contextos
del mundo, convertidos en interdependientes por la explosiva
puntualidad de lo ocurrido: desde Marruecos, país todavía arcaico,
hasta la opulenta California, donde reside la pareja de turistas; desde
la mezcla de modernidad y tradición del pueblo mexicano (lugar de
donde procede la niñera de los hijos de la pareja) hasta los problemas
existenciales e intergeneracionales de las comunidades juveniles en el
contexto urbano de la Tokio contemporánea (allí vive el global hunter
japonés que justo antes de regresar a Japón había regalado el fusil al
pastor marroquí).
Resulta difícil negar que la carga sugestiva de la película depende de
su paradójica pertinencia descriptiva: desde la eficacia con que ejemplifica
la enigmática interdependencia de un mundo “glocalizado”, donde
la diferenciación avanza al mismo ritmo que la unificación, y los impulsos
centrífugos, autonomistas e idiosincrásicos se entrelazan en un plexo
inextricable con la homologación tecnológico-mercantil de estilos de
vida y de consumo. Y, sin embargo, hay algo esencial que parece escaparse
de esta pertinente y perspicua instantánea de nuestra época global.
La verdadera apuesta en la dramática etapa de transición que estamos
viviendo entre la Modernidad-nación y la Modernidad-mundo, desde el
ya-no-más del viejo orden interestatal bajo la hegemonía de Occidente
hacia el no-todavía de un nuevo orden supranacional por construirse
de manera multilateral, no puede reducirse a la alternativa entre liberalismo
y comunitarismo –o, mejor dicho: entre individualismo liberal y
holismo communitarian–, ni resolverse en una especie de compromiso o
síntesis entre las instancias del universalismo distributivo y del diferencialismo
de la identidad.
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Como atinadamente observó Seyla Benhabib en sus trabajos de los últimos
años (2002 y 2006), no sólo ya es oportuno desarticular el falso
dilema entre universalismo y relativismo, sino también resolver la impasse
de una filosofía política normativa que tiene la tendencia de objetivar las
“identidades culturales” y las “luchas por el reconocimiento” tomándolas
como datos y no como problemas. Sin embargo, sólo es posible superar
dichas situaciones de estancamiento (esas mismas que hipotecan fuertemente
la eficacia de las teorías contractualistas liberales y la propuesta
misma del overlapping consensus de John Rawls) bajo dos condiciones:
1) quebrar la ecuación entre cultura e identidad; 2) sustraer el universal
–a pesar de su etimología– a la lógica de la uniformidad y de la reductio
ad Unum, para adscribirlo al régimen de lo múltiple y de la diferencia.
Lo anterior equivaldría, en otras palabras, a “romper el espejo”, quebrar
las relaciones especulares que solemos instaurar entre “nosotros” y
“los otros”: una ruptura que no puede ser mera inversión de perspectiva
(saber cómo los otros nos miran en lugar de saber cómo nosotros miramos
a los otros puede ser muy instructivo, pero no suficiente para librarnos
de nuestros “orientalismos”), sino que debe constar de una capacidad
para vislumbrar en los demás una perspectiva de universalización
autónoma y original.
Los problemas de la actual Babel no versan sobre cómo las llamadas
“diferencias culturales” se miran entre sí –en el doble sentido reflexivo y
recíproco–, sino sobre cómo cada una imagina y piensa lo universal. Es
más: no solamente cómo lo imagina y lo piensa, sino también cómo lo ha
transcrito y codificado colectivamente en sus enunciados de valor, y en
sus declaraciones de principios y de derechos universales.
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