quarta-feira, 2 de outubro de 2019

Uso automático, ritual y «dóxico» de la sospecha lanzada contra todo to que se parece a la teología negativa



Hay también un uso automático, ritual y «dóxico» de la sospecha lanzada contra todo to que se parece a la teología negativa. Me interesa desde hace nucho. Su matriz envuelve al menos tres tipos de objeciones.

a) Usted prefiere negar, usted no afirma nada, es usted fundamentalmente un nihilista o un oscurantista, no es así como progresará el saber, ni siquiera la ciencia teológica. Por no hablar del ateísmo, del que se ha podido decir, de manera siempre igualmente trivial, que era la verdad de la teología negativa.
b) Usted abusa de una técnica fácil, basta con repetir: «X no es esto, como tampoco aquello», «X parece exceder todo discurso o toda predicación», etc. Eso equivale a hablar para no decir nada. Habla usted sólo por hablar, por hacer la experiencia del habla. O, cosa más grave, habla usted así con vistas a escribir, puesto que usted escribe entonces no merece ni siquiera ser dicho. Esta segunda crítica parece ya más interesante y más lúcida que la primera: hablar por hablar, hacer la experiencia de lo que le sucede al habla por el habla misma, en la huella de una especie de quasi-tautología, eso no es simplemente hablar en vano y para no decir nada. Es quizás hacer la experiencia de una posibilidad del habla que el objetor mismo tiene realmente que suponer en el momento en que dirige de esa manera su crítica. Hablar para (no) decir nada no es no hablar. Sobre todo no es no hablar a nadie.
c) Esta crítica no afecta, pues, a la posibilidad esencial del dirigirse o del apóstrofe. Aquella envuelve todavía una tercera posibilidad, menos evidente pero sin duda más interesante. La sospecha adopta ahí una forma que puede invertir el proceso de la acusación: si no es sólo estéril, repetitivo, oscurantista, mecánico, el discurso apofático, una vez analizado en su tipo lógico-gramatical, nos deja quizás pensar el devenir-teológico de todo discurso. Desde el momento en que una proposición toma una forma negativa, basta con llevar hasta su límite la negatividad que así se anuncia ahí para que aquella se asemeje, al menos, a una apofática teológica. Cada vez que digo: X no es esto, ni aquello, ni lo contrario de esto o de aquello, ni la simple neutralización de esto o de aquello con los que no tiene nada en común, siendo absolutamente heterogéneo o inconmensurable con ellos, empezaría a hablar de Dios, bajo ese nombre o bajo otro. El nombre de Dios sería entonces el efecto hiperbólico de esta negatividad o de toda negatividad consecuente en su discurso. El nombre de Dios convendría a todo aquello a lo que sólo cabe aproximarse, aquello que sólo cabe abordar, designar de manera indirecta y negativa. Toda frase negativa estaría ya habitada por Dios o por el nombre de Dios, como que la distinción entre Dios y el nombre de Dios abre el espacio mismo de este enigma. Si hay un trabajo de la negatividad en el discurso y en la predicación, ese trabajo produciría la divinidad. Bastaría entonces con un cambio de signo (o más bien con demostrar, cosa bastante fácil y clásica, que esa inversión ya desde siempre ha tenido lugar, que es la necesidad misma del pensamiento) para decir que la divinidad no está aquí producida sino que es productora. Infinitamente productora, diría, por ejemplo, Hegel. Dios no sería sólo el fin sino el origen de este trabajo de lo negativo. No sólo el ateísmo no sería la verdad de la teología negativa, sino que Dios sería la verdad de toda negatividad. Se accedería así a una especie de prueba de Dios, no una prueba de la existencia de Dios sino una prueba de Dios por sus efectos, más precisamente una prueba de lo que se llama Dios, del nombre de Dios por efectos sin causa, por lo sin causa. El valor de esta palabra, sin, nos va a volver a interesar enseguida. En la lógica absolutamente singular de esta prueba, «Dios» nombraría aquello sin lo cual no se podría dar cuenta de ninguna negatividad: la negación gramatical o lógica, la enfermedad, el mal, la neurosis finalmente, que, lejos de permitir al psicoanálisis que reduzca la religión a un síntoma, tendría que reconocer en el síntoma la manifestación negativa de Dios. Sin decir que debe haber al menos tanta «realidad» en la causa como en el efecto y que la «existencia» de Dios no tiene necesidad de otra prueba que la sintomática religiosa, cabría ver por el contrario en la negación o en la suspensión del predicado, o de la posición de «existencia», la primera señal del respeto por una causa divina que no tiene siquiera necesidad de «ser». Y en cuanto a quienes quisieran considerar la «desconstrucción» como un síntoma del nihilismo moderno o post-moderno, en aquella podrían reconocer justamente, si así lo desean, el último testimonio, por no decir el mártir de la fe en este final de siglo. Una lectura como esa será siempre posible. ¿Quién podría prohibirla? ¿En nombre de qué? Pero ¿qué ha ocurrido para que eso que así está permitido no sea jamás sin embargo necesario? ¿Qué debe ser la escritura de esta desconstrucción, la escritura según esta desconstrucción, para que la cosa sea así?
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Esta economía es paradójica. De derecho y en principio, la marcha apofática tendría que volver a recorrer, negativamente, todas las etapas de la teología simbólica y de la predicación positiva. Le sería, pues, co-extensiva, sujeta al mismo volumen de discurso. Interminable en sí, no puede encontrar en sí misma el principio de su interrupción. Tiene que aplazar indefinidamente el encuentro con su propio límite.
Extraño, heterogéneo, en todo caso irreductible al telos intuitivo, a la experiencia de lo inefable y de la visión muda que parecen orientar toda esa apofática, incluidas la oración y la celebración que le abren el camino, el pensamiento de la différance tendría, pues, poca afinidad, por una razón análoga, con la interpretación corriente de ciertos enunciados muy conocidos del primer Wittgenstein. Recuerdo esas palabras tan frecuentemente citadas del Tractatus, por ejemplo: «6-522 -Hay ciertamente lo inexpresable (es gibt allerdings UnausprechIiches), lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico» y «7 -De lo que no se puede hablar hay que callarse».
Lo que va a importar aquí es la naturaleza de ese «hay que»: éste inscribe el mandato de silencio en la orden o la promesa de un «hay que hablar», «hay que no evitar hablar» o más bien «hace falta que haya la huella». No, «hace falta que haya habido la huella», frase que se debe hacer volver simultáneamente hacia un pasado y hacia un futuro todavía impresentables: realmente hace falta (ahora) que haya habido la huella (en un pasado inmemorial y por esa amnesia es por lo que hace falta el «hace falta» de la huella); pero también hace falta (desde ahora, hará falta, el «hace falta», el «hay que» vale siempre también para el porvenir) que en el futuro haya habido la huella.
Pero no nos apresuremos demasiado. Enseguida habrá que discernir entre esas modalidades del «hay que».

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