quinta-feira, 10 de outubro de 2019

La «Escuela de la Sospecha»


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Maurizio Ferraris
Traducción de Luis de Santiago, en VATTIMO, G., ROVATTI, P. A. (eds.) El pensamiento débil, Cátedra, Madrid, 2000, pp. 169-191. 
Edición digital de Derrida en Castellano.

Ha sido Paul Ricoeur, en su ensayo sobre Freud, De l’interprétatión[i], quien ha impuesto el nombre común de «escuela de la sospecha» a la tríada Nietzsche-Freud-Marx. En este punto, Ricoeur sintetiza una posición bastante difundida en la cultura contemporánea; la que afirma que el nexo que une a pensadores al menos inicialmente lejanos en lo que a método e intención se refiere -como Nietzsche, Freud y Marx-, consistiría en una actividad compartida de «desenmascaramiento», en un intento programático y radical de poner al descubierto las mistificaciones presentes en la historia de la filosofía. Para la «escuela de la sospecha», pensar equivale a interpretar. Pero la interpretación sigue un proceso «vertiginoso»: no sólo las tradiciones, las ideas recibidas, la ideología, son engañosas y mistificadoras, sino que la misma noción de «verdad» es el efecto de una estratificación (y mistificación) histórica, cuyos orígenes son retóricos, emotivos, interesados. El significado «propio», el sentido auténtico, del que las apariencias y las formaciones secundarias constituyen la metáfora, es a su vez algo oscuro y derivado: algo que, por su parte, debe también ser sometido a una interpretación. Como escribe Nietzsche en una página del Libro del filósofo«las verdades son ilusiones que han olvidado su auténtica naturaleza; metáforas que han perdido su forma sensible; monedas en las que ha desaparecido el cuño y que, en consecuencia, ya no son consideradas como moneda, sino como metal»[ii].
En parte debido al influjo de circunstancias exteriores, pertenecientes a la historia de la cultura en sentido lato, la «escuela de la sospecha» ha encontrado, de manera especial en los últimos veinte años, una acogida muy favorable; basta con pensar, por ejemplo, en fenómenos como la Nietzsche-Renaissance en Francia y, en Italia, en la difusión capilar del psicoanálisis.
Pero, por otra parte, y probablemente no sólo por la desaparición de las circunstancias «culturales» que propiciaron su éxito, la «escuela de la sospecha» manifiesta hoy signos bastante evidentes de caducidad. Envejecimiento tanto más patente cuanto, por el contrario, la Hermenéutica «en general» -y, particularmente, el pensamiento de Gadamer- tiende en la actualidad a imponerse como el horizonte propio de la filosofía «clásica», de la reflexión no metódica en torno a la tradición filosófica y lingüística.
En un primer momento, se podría incluso aventurar la hipótesis de que la hermenéutica ha conquistado su papel unificador, su función de koinè lingüística y teórica, precisamente poniendo entre paréntesis las intenciones más claramente desenmascadoras de la «escuela de la sospecha», y presentándose, no como ruptura y superación de la tradición filosófica, sino más bien como su recuerdo y conservación.
Sin duda, resultan obvios los motivos de «historia de la cultura» que han decretado el envejecimiento de la «escuela de la sospecha» y la afirmación de la hermenéutica de corte gadameriano; pero ello no impide que, en el ámbito propiamene teórico, queden en pie, al menos, tres interrogantes, a los que en parte intentaremos responder en las páginas que siguen: a), ¿cuáles son los límites intrínsecos de la hermenéutica de la sospecha?; b), ¿cuál es su relación con la hermenéutica de Gadamer?; c), ¿en qué medida algunas contaminaciones de la hermenéutica y la «escuela de la sospecha», como la gramatología de Jacques Derrida, conservan una cierta actualidad filosófica en el panorama de la reflexión teórica contemporánea?

 Jacques Derrida


1. LOS LIMITES DEL DESENMASCARAMIENTO

Dos análisis, los de Foucault y Derrida, pueden ayudarnos a definir con más precisión algunas de las fronteras internas de la hermenéutica de la sospecha.
Antes que nada, Foucault, en un escrito de 1964, reconoce dos riesgos que amenazan el modo de obrar de Nietzsche, Freud y Marx: el nihilismo y el dogmatismoEn primer lugar, el nihilismo[iii]. Foucault escribe que la intensificación de la interpretación «desenmascaradora» supone el paso constante de una máscara a otra, pues tras una careta se esconden otras, y las metáforas se continúan hasta el infinito, sin alcanzar jamás un terminus ad quemy se pregunta, al respecto, por qué dicha intensificación puede conducir a la conclusión de que, en realidad, no existe nada que deba ser interpretado y que el completo proceso hermeneútico se agota en sí mismo.
Efectivamente, este resultado nihilista no sólo caracteriza a la hermenéutica de la sospecha, sino a la hermenéutica en general; piénsese, pongo por caso, en ciertos rasgos típicamente nihilistas de la reflexión gadameriana, para la cual la noción «fuerte» de verdad se diluye en un diálogo difuso, en un intercambio colectivo de significados que no se apoyan en ningún referente estable, y que no llevan a la consecución de verdades definitivas. Con todo, el caso de la hemenéutica de la sospecha es, según Foucault, distinto; porque, en ella, la resolución nihilista del referente de la interpretación reviste tonalidades típicamente aporéticas, hasta el punto de dotar de un carácter patológico a una hermenéutica que -al contrario de lo que sucede, por ejemplo, en Gadamer- es tendencialmente «vertiginosa». Se desemboca de esta manera, escribe Foucault, en «una hermenéutica vuelta sobre sí misma, que entra en el territorio de los lenguajes que se autoimplican constantemente, en la región mítica de la locura y del puro lenguaje»[iv].
Por su parte, el dogmatismo constituye el reverso de la autoimplicación nihilista de las interpretaciones; en cierto sentido, no es sino el resultado de una reacción, que permanece dentro del mismo ámbito de aquello a lo que se enfrenta. En la Genealogía de la moralal describir la génesis de los ideales ascéticos, Nietzsche escribe: «Mejor es un sentido cualquiera que la ausencia de todo sentido.» Cansado de tantas máscaras, el intérprete puede detenerse en una cualquiera de ellas, o bien valerse de una clave hermenéutica preconcebida, en virtud de la cual a cada significante corresponda un significado estable. Se crea de esta forma un código, y la hermenéutica se transforma en una semiótica.
Escribe también Foucault: «Una hermenéutica que, de hecho, se convierta en semiótica cree en la existencia absoluta de signos: abandona la violencia, lo inacabado, la infinidad de interpretaciones, y hace que reine el terror del indicio y que se recele del lenguaje»[v].
Una vez más nos encontramos ante la ambigüedad inscrita en toda hermenéutica de la sospecha, siempre en peligro de un exceso o de un defecto de interpretación; duplicidad que acompaña a toda apelación a una racionalidad desenmascaradora, y que puede también traducirse en los términos de una dialéctica del iluminismo, como la que dibujan Adorno y Horkheimer: «Nietzsche ha entendido, como muy pocos después de Hegel, la dialéctica del iluminismo, y ha enunciado la relación contradictoria que lo une al dominio. Es preciso “difundir el iluminismo entre el pueblo, a fin de que los sacerdotes adquieran, todos ellos, mala conciencia; y lo mismo hay que hacer en relación al estado. La función del iluminismo es la de transformar el entero comportamiento de los príncipes y de los gobernantes en una mentira intencionada”. Por otra parte, el iluminismo ha sido siempre un instrumento de los “grandes artistas en las tareas de gobierno»[vi].
Nihilismo y dogmatismo se refuerzan mutuamente; el desenmascaramiento tiende o a volverse sobre sí mismo, o bien a sentar las bases de un nuevo mito dogmático, eventualmente caracterizado por un «horror mítico al mito»[vii].
Los análisis de Foucault intentan, por consiguiente, indicar los límites presentes en los resultados -inevitables o no- de una hermenéutica de la sospecha. Derrida, por su parte -especialmente en el examen de la «mitología blanca», que constituiría el núcleo de la «metafísica occidental»-, señala insistentemente una disfunción constitutiva, una contradicción originariaque caracterizaría al proyecto desenmascarados en cuanto tal.
El pasaje de Nietzsche reproducido en el parágrafo precedente -y que Derrida comenta en su ensayo sobre la «Mythologie blanche»[viii]- se presenta a primera vista como un intento de «superación de la metafísica». A través de una hermenéutica particularmente extremada, Nietzsche parecería desvelar las claúsulas metafísicas ocultas en el concepto mismo de «verdad», la cual se manifiesta entonces como una simple metáfora.
Pero, objeta Derrida, ¿estamos seguros de que esta voluntad de desenmascaramiento no se encuentra aparejada, de manera íntima y constitutiva, con la historia de la metafísica? Aparentemente, Nietzsche pone al descubierto, de acuerdo con el iluminismo, una típica «mitología blanca», la creencia en un fundamento estable de la verdad, en un darse objetivo de lo verdadero, más allá de las contaminaciones de la doxa y de los intereses. De hecho, sin embargo, este desenmascaramiento se demuestra estrechamente emparentado con aquello mismo que se quiere corregir; es decir, se presenta como «clásicamente» metafísico.
En efecto, continúa Derrida, ¿qué es la metafísica sino -la ambición de desvelar las metáforas, de superar el velo de la apariencia? Más que la metáfora de la moneda, traída a colación por Nietzsche, convendría considerar el símil de la luz -concebido como imagen general de toda hermenéutica de la sospecha y de toda metafísica-, que ilustra perfectamente cómo el deseo de desenmascarar, más que resguardarse de toda contaminación metafísica, constituye de hecho la esencia misma de lo que, en la tradición de Nietzsche y de Heidegger, se entiende con este nombre.
«Metáfora fundamentadora», escribe Derrida, «no sólo en cuanto metáfora fotológica -y, a este respecto, toda la historia de nuestra filosofía es una fotología, entendiendo por ello la historia o el tratado de la luz-, sino ya en cuanto metáfora; la metáfora en general, paso de un ente a otro, o de un significado a otro, autorizado por la sumisión inicial y por el desplazamiento analógico del ser bajo el ente, es la gravitación inicial que retiene y reprime irremediablemente el flujo de la metafísica. Destino que sólo con una cierta ingenuidad puede ser considerado como el reprobable, pero provisional, accidente de una “historia”; como un lapsus, un error del pensamiento en la historia (in historia). Es, in historiamla caída en la filosofía del pensamiento, por medio del cual la historia ha iniciado su curso[ix].
La voluntad de desenmascarar -de proyectar un foco de luz más allá del velo de las apariencias, de alcanzar el sentido propio escondido tras la metáfora- no representa el acto final de la metafísica, el «mediodía de los espíritu libres» del que habla Nietzsche; al contrario, es justamente el acto inicial de toda metafísica. Por otra parte, la metafísica no es tal por ignorar que la «verdad» misma es sólo una antigua metáfora; lo es, más bien, porque, consciente del carácter metafórico de los propios enunciados, ha intentado a lo largo de toda su historia reducir lo metafórico a su significado propio, adecuado, conceptualmente unívoco.
Si se la considera desde esta perspectiva -que ya no está ligada a una dialéctica del iluminismo, sino más bien a la interpretación heideggeriana de la «historia de la metafísica» como historia del olvido del ser-, la hermenéutica de la sospecha se presenta como la coronación de esta aventura. El sujeto que «desvela», que reconoce de forma más o menos nihilista los múltiples fondos ocultos tras la metáfora -o tras la conciencia freudiana, o la falsa conciencia que constituye el objeto de las críticas a las ideologías-, es precisamente el sujeto metafísico por excelencia, que encarna la propia voluntad de poder en la «voluntad de interpretar».



2. EL CUADRO DE LA HERMENÉUTICA. RECONSTRUCCION E INTEGRACION

De esta manera se confirma la conclusión, no excesivamente paradójica, que considera a la hermenéutica de la sospecha como un ejemplo típico de pensamiento «fuerte», perentorio, metafísico... en un grado comparable a las convicciones ingenuas, positivas o ideológicas que pretende desenmascarar. Y eso, no sólo por las posibles consecuencias a que tal vez conduzca -el nihilismo de la interpretación o el dogmatismo, la cristalización en una semiótica o en una estructura-, sino principalmente por la tarea enfáticamente desenmascaradora que la anima.
Estas consideraciones resultan esclarecidas al intentar clasificar esta modalidad de hermencútica dentro del cuadro tipológico propuesto por Gadamer en Verdad método [x]. Refiriéndose de manera específica a la estética y a la interpretación de las obras de arte heredadas de la tradición, Gadamer analiza, antes de exponer su propio modelo interpretativo, dos modalidades hermenéuticas que considera insuficientes: la reconstrucciónque defiende Schleiermacher, y la integraciónpropuesta por la filosofía hegeliana de la historia[xi]. Relacionarse hemenéuticamente con las obras del pasado, escribe Gadamer, no significa ni reconstruir el mundo histórico original en el que éstas vieron la luz -de acuerdo con las pretensiones de Schleiermacher- ni simplemente, de acuerdo con el modelo hegeliano, incribir esas obras en el moviiniento de una teleología histórica, que las uniría, a través de una mediación realizada por el pensamiento, con el momento presente.
En la perspectiva de Gadamer, la integración, en cuanto práctica hermenéutica, exige una mediación distinta; no una mediación realizada por el espíritu absoluto, sino aquella que una tradición esencialmente lingüística lleva a cabo con la obra que esa misma tradición nos lega. La relación hemenéutica se compone, por tanto, de una tradición, transmisión y traducción, que integra lo que la obra pierde inevitablemente con el paso del tiempo y lo que ésta gana; es decir: el mundo histórico y espiritual en el que ha nacido, irremediablemente perdido, y la historia -en gran medida accidental, esto es, sin orientación, no teleológica y no perentoria- de sus interpretaciones, de su «fortuna»; historia que, como consecuencia, entra a formar parte de la misma obra, del objeto que debe ser interpretado en cuanto tal.
El concepto de Wirkungsgeschichte [xii], de «historia de los efectos», da por supuesto que la obra es constitutivamente espuria, inauténtica, o, lo que es lo mismo, que la interpretación se lleva siempre a cabo en un territorio ya comprometido; y que, por consiguiente, hablando con rigor, el «desenmascaramiento» no es posible. Si, desde esta perspectiva, consideramos de nuevo el ejemplo de Nietzsche, el de la verdad como antigua metáfora, nos encontraremos con que el sentido -la reducción de la metáfora, el desvelamiento de lo «propio», presuntamente oculto tras el tropo metafórico- resulta constitutivamente inalcanzable; y que la interpretación consistiría más bien en establecer un nexo, más difuso y menos perentoriamente desenmascarador, con el sucederse histórico de las interpretaciones, de las metáforas, de las traslaciones de sentido.
Más en concreto, si intentamos encuadrar la hermenéutica de la sospecha dentro de la tipología gadameriana, advertiremos que la voluntad de superar el velo (histórico, ideológico, positivo) de la apariencia, o el intento de trascender la metafísica, tout courtse revela visiblemente afín al proyecto reconstructivo de Schleiermacher; a saber, al esbozo de una hermenéutica que recorre las articulaciones internas y externas de la obra, con el fin de restituirle, junto con su estructura, también el mundo histórico en el que vio la luz, el origen. Ciertamente, en la escuela de la sospecha -sobre todo por lo que se refiere a Freud y Nietzsche- no faltan las cautelas «antimetafísicas», entre las que habría que enumerar un mayor interés por los efectos, por las circunstancias que han dado lugar a una determinada concepción teórica o moral; pero esto no invalida el hecho de que la intención hermenéutica fundamental sea la de poner por obra una análisis reconstructivo.
Como demuestran ejemplarmente las vicisitudes históricas del freudismo y la misma metapsicología freudiana, la hermenéutica de la sospecha propende efectivamente a establecer una relación directa y propiamente «metafísica» con la naturaleza, con las causas inmediatas, las pulsiones fronterizas, con los orígenes biológicos y metahistóricos de los comportamientos.
En consecuencia, puede aplicarse a la «escuela de la sospecha» cuanto Gadamer escribe a propósito de la hermenéutica «reconstructivo» de Schleiermacher: «En definitiva, semejante definición de la hermenéutica no resulta menos contradictoria que cualquier otra restitución o restauración de una vida pasada. Si atendemos a la índole histórica de nuestro ser, la reconstrucción de las condiciones originarias, como cualquier otro tipo de restauración, aparece como una empresa destinada al fracaso. La vida reparada, recuperada de su estado de enajenación, no es ya la vida originaria; simplemente adquiere, manteniendo su condición alienada, una segunda existencia en el ámbito de la cultura [...]. De esta suerte, una operación hemenéutica que concibiera el comprender como restablecimiento del origen constituiría, tan sólo, la pura comunicación de un significado caduco» [xiii].
Los intentos reconstructivos que animan la hermenéutica de la sospecha no son menores que los que inspiraban, aun cuando con finalidades distintas, a la hermenéutica de Schleiermacher. Respecto a ellos, como es obvio, el proyecto de integración propuesto por Gadamer se presenta, de forma más clara, como un procedimiento «débil», sin duda menos perentorio y metafísico.
Como la integración preconizada por Hegel, la hermenéutica gadameriana se inspira en la conciencia de la imposibilidad de cualquier restauración, de cualquier interpretación definitiva o transparencia total. Pero al sustituir la filosofía hegeliana de la historia (teleológica, fundamental, motivada) por el concepto de WirkungsgeschichteGadamer debilita ulteriormente la voluntad «desenmascaradora» depositada en el acto hermenéutico. La interpretación no se inscribe ya en el marco de un intento de restitución-restauración integral del origen; más todavía, ni siquiera se vale, para motivar el sucederse de las interpretaciones y de las transformaciones, del «tiempo fuerte» de la historia, sino que considera la sucesión -en última instancia, accidental-- de una serie de interpretaciones diferenciadas, que modifican al mismo tiempo el objeto de la interpretación y nuestra conciencia de intérpretes (así como nuestro modo de «aproximarnos» al objeto).
En lugar de presentarse como la consecución de una transparencia definitiva, de una evidencia que no admite opiniones, la hermenéutica se muestra ahora sumergida en una constitutiva opacidad. Antes que nada, escribe Gadamer, la Wirkungsgeschichte «se pronuncia anticipadamente sobre lo que se presenta ante nosotros como problemático y como objeto de búsqueda; y nosotros olvidamos la mitad de lo que es -más aún, olvidamos la entera verdad del fenómeno histórico- si tomamos dicho fenómeno, en su inmediatez, como la verdad completa»[xiv]. En resumidas cuentas, la hermenéutica de la sospecha está afectada, como la hermenéutica reconstructiva de Schleiermacher, por la ilusión historicista que hace que no se ponga en tela de juicio el cuadro histórico que condiciona al sujeto de la interpretación; por el contrario, la hermenéutica gadameriana nace precisamente de la conciencia de las determinaciones históricas que nos definen como intérpretes. La «integración» hermeneútica es, por tanto, antes que nada, un procedimiento transitorio, mudable, precario: «Ser histórico significa no poder jamás tornarse plenamente autotransparente» [xv].

Llegados a este punto, uno podría preguntarse si todas las exigencias «debilitadoras» en relación al carácter perentorio de la hermenéutica de la sospecha resultan satisfechas por el proyecto de Gadamer.


3. DE LA INTEGRACIÓN A LA DE-CONSTRUCCIÓN

Por más que esté orientado hacia una opacidad que elimina las intenciones más apremiantes de la hermenéutica de la sospecha, el modelo interpretativo de Gadamer presenta, al menos, un rasgo que lo expone de manera inmediata a la crítica. Se trata del predominio evidente de la continuidad - entre presente y pasado, sobre todo, pero también entre los distintos momentos de una tradición- que lo caracteriza. Una tendencia hacia lo continuo que actúa en dos direcciones: la primera, el carácter poco problemático del acceso del intérprete a los legados de una tradición (textos, documentos, monumentos); la segunda, la excesiva facilidad con que Gadamer pretende establecer un diálogo productivo entre los textos de esa tradición y las condiciones actuales del diálogo social.
Las dos tendencias se encuentran, obviamente, relacionadas. Utilizando terminología heideggeriana, podría decirse que Gadamer «hace presente» con excesiva claridad la tradición, que elude, de una manera demasiado rápida, las cesuras y las diferencias que se observan en ella[xvi]. Las observaciones contenidas en Verdad método acerca de la interpretación de los textos escritos resultan, a este respecto, bastante significativas. En efecto, escribe Gadamer: «En la forma de lo escrito, todo aquello que se transmite deviene contemporáneo de cualquier tiempo presente. En él se da una peculiar coexistencia de pasado y presente, en cuanto la conciencia presente tiene la posibilidad de acceder libremente a cualquier tradición escrita, sin tener que recurrir a la transmisión oral, que mezcla las noticias del pasado con el presente; al contrario, dirigiéndose directamente a la tradición literaria, la conciencia que comprende adquiere una auténtica posibilidad de ensanchar el propio horizonte, enriqueciendo de este modo el propio mundo con una dimensión nueva»[xvii].
El pasado, tal como nos es transmitido por la escritura -es decir, como pura idealidad, sin contaminaciones y mediaciones espurias con el presente, que se dan siempre en lo hablado-, conquista una paradójica simultaneidad con el presente. Una contemporaneidad que se contradistingue, además, por una fuerte transparencia, por una «evidencia» peculiar del escrito mismo; en resumen, por una voluntad de comunicar, que Gadamer acepta como si no encerrara prácticamente ningún problema: «En todo lo que nos ha llegado bajo la forma de escritura late una voluntad de persistencia, forjada por esa peculiar forma de permanencia que llamamos literatura. En ella no se nos entrega sólo un conjunto de monumentos y de signosAl contrario, todo lo perteneciente a la literatura goza de una específica contemporaneidad con cualquier presente. Comprender la literatura no significa principalmente remontarse hasta una existencia pasada, sino participar, en el presente, de un contenido de lo expuesto» [xviii].
La voluntad reconstructiva desearía restituir en la interpretación el pasado en cuanto pasado, el origen en toda su integridad, la verdad objetiva de las intenciones del autor de un texto. Por su parte, las consideraciones de Gadamer, aunque dirigidas contra este intento, propenden a definir lo escrito, en cuanto vehículo de la tradición, en los términos de una idealidad abstracta del lenguaje. Al respecto, escribe Gadamer: «En lo escrito, el lenguaje alcanza su verdadera espiritualidad, ya que, ante la tradición escrita, la conciencia que comprende se eleva hasta una posición de plena soberanía. Ya no depende de nada extraño. De esta suerte, la conciencia que lee se encuentra potencialmente en posesión de la historia» [xix].
Al dejar de ser repetición del pasado, la comprensión se torna participación en un sentido presente. Garantizada por la espiritualidad de lo escrito, una continuidad fundamental liga momentos dispersos -y remotos, ya transcurridos, tal vez no plenamente comprensibles-, haciéndolos presentes en la interpretación. La integración gadameriana lleva a preguntarse si la primera tarea de la hermenéutica consistiría no tanto en establecer un puente entre nosotros en cuanto intérpretes y la tradición a que presuntamente pertenecemos, sino más bien en preguntarse si esa presunción es legítima; y, por tanto, si nuestra pertenencia a la tradición resulta tan lineal que hace posible un acceso «simultáneo» a los textos, como preconiza Gadamer.
En definitiva, parecería que, mientras la hermenéutica de la sospecha tiende a poner el acento sobre los aspectos «vertiginosos» y aporéticos de la interpretación, la integración gadameriana se presenta como una posición excesivamente pacífica, como una relación muy poco problemática con los legados de la tradición, entendidos como objetos hermenéuticos. (Por otra parte, esta impresión se confirma al examinar el problema de la integración en el sentido contrario; es decir, si consideramos el modo como Gadamer -por ejemplo, en la polémica con Habermas[xx]- tiende a homologar dos tipos heterogéneos de diálogo: el del intérprete con la tradición, y el que tiene lugar entre los miembros de la sociedad. También en este caso la tradición queda reducida a la presencia, al diálogo presente; o, viceversa, este último resulta inscrito sin dificultad en el surco de la tradición.)
Ante este hacerse presente, puede entenderse mejor por qué Derrida se ha decidido a lanzar la hipótesis de una gramatología: la hermenéutica de una tradición que ya no es considerada como conjunto coherente de textos virtualmente simultáneos a nosotros, y transparentes a la lectura, sino como análisis de cesuras, de las discontinuidades, de la falta de transparencia fundamental de una traditio que ha cesado de pertenecernos o que jamás ha sido nuestra. Desde esta perspectiva, los objetos de la interpretación -antes que nada, los textos- no se ofrecen en su «verdadera espiritualidad», sino más bien en un estado de opaca materialidad, como «monumentos» o como «signos»; o como huellas que jamás podrán hacerse presentes, si queremos adoptar la terminología de Derrida. Y la operación hermenéutica no pretende ni reconstruir el pasado, como sucede en la escuela de la sospecha, ni integrarlo en el presente, según el modelo de Gadamer, sino que, al contrario, intenta de-construir una tradición compuesta por huellas y textos que nunca serán plenamente inteligibles.
De hecho, el objetivo fundamental de la deconstrucción consiste, propiamente, en pensar la diferencia, la distancia que separa nuestra interpretación de los objetos a los que sé aplica. La actividad hemenéutica se transforma, a estas alturas, en una pregunta sin respuesta; tiene valor, sobre todo, como ejercicio ontológico, como indicación de la inconmensurablidad del comprender respecto al objeto de la comprensión. «La interrogación -escribe Derrida en un ensayo sobre Lévinas- debe ser conservada. Pero como interrogación. La libertad de la interrogación (doble genitivo) debe ser afirmada y defendida. Permanencia fundamentada, tradición realizada por la interrogación que no deja de ser interrogación»[xxi].
Aquí, la tradición se mantiene sólo como objeto hermenéutico, como unidad temática de la interpretación; pero no ofrece, como sucedía en Gadamer, un criterio positivo de comprensión, una legitimación «histórica» (todo lo debilitada y no transparente que se quiera) del acto interpretativo. En relación a la hermenéutica re-constructiva o integradora, la de-construcción preconizada por Derrida se presenta como la disolución extrema del propósito de comprender auténticamente, de introducirse hasta el núcleo, si no de las cosas, al menos del lenguaje como tradición, depósito, repertorio de palabras-clave filosóficas.
El objetivo de la gramatología no es indicar el sentido de una tradición o la legitimidad de una interpretación, sino desligar, disolver o transformar en discontinuos, con la introducción de virajes o márgenes de juego, los modelos instituidos (y positivamente ejercitables) de interpretación. Esta función crítica de la de-construcción se advierte claramente -en un campo distinto, el de la polémica con la filosofía analítica- en la réplica de Derrida a John Searle, que lo acusaba de haber entendido mal la teoría de los speech acts: «Un teórico de los acto lingüísticos -escribe Derrida, reivindicando la legitimidad de la propia de-construcción-, provisto de una mínima dosis de coherencia respecto a su propia teoría, debería haber enpleado algún tiempo en examinar problemas del siguiente tipo: el propósito fundamental, ¿consiste en ser verdadero?, ¿en aparecer verdadero?, ¿en afirmar lo verdadero?»[xxii].

Pero, llegados a este punto, está claro que Derrida ha mudado su perspectiva, no sólo respecto al concepto de filosofía difundido en la tradición de la linguistic analysis, sino también en comparación con los fines y los modos de practicar la interpretación, tanto de la «escuela de la sospecha» como de la hemenéutica gadameriana.


4. LA FILOSOFíA COMO GENERO DE ESCRITURA

¿En qué consiste este cambio de perspectiva? Antes que nada, respecto a las cuestiones internas de la gramatología, esta mutación lleva consigo un nuevo modo de relacionarse con los textos escritos y con el problema de la escritura en general. En la polémica con Searle se lee explícitamente algo que, de forma implícita, puede descubrirse en toda la obra de Derrida: la gramatología pone radicalmente entre paréntesis el problema de la «referencia» a la realidad y la posibilidad de reemplazar, con un acto indicativo, la función «fundamentadora» de la escritura y de la interpretación de los textos. La gramatología es un tipo de escritura, y no simplemente por las destrezas estilísticas que adopta, sino, antes que nada, porque el «referente» es solamente la tradición escrita (filosófica, «metafísica»), que nos constituye como intérpretes. El de Derrida es, por tanto, un uso enfático y un tanto transformado del principio hermenéutico clásico de la sola scriptura; pero precisamente en cuanto se trata de una cuestión de énfasis, en realidad pone de relieve una tendencia ya implícitamente contenida en la hermenéutica como tal.
La tesis de la gramatología como «género de escritura» ocupa un lugar central en un ensayo de Richard Rorty, recientemente incluido en un escrito más amplio[xxiii]. Al decir de Rorty, cuando toma como único referente el corpus textual de la tradición filosófica, Derrida se constituiría en el último epígono de una «línea» de pensamiento moderno que tiene su inicio en Hegel, y que se opone a una lignée paralela, de origen kantiano; esta última defiende que pensar es, al contrario de lo afirmado por Derrida, relacionarse, de la manera más adecuada posible, con los objetos y las estructuras del mundo real y natural. También sostiene esta segunda tradición que la escritura no es sino un «suplemento» (adoptando una terminología que Derrida toma de Rousseau), y que el lenguaje mismo tiende, asintóticamente, a la propia autosupresion, en favor de la pura indicación u ostensión, entendida como máxima correspondencia entre la mente y la naturaleza. Y, así como Derrida sería el epígono de la lignée hegeliana, los exponentes actuales de la «línea» kantiana están representados, al decir de Rorty, por los analistas anglosajones del lenguaje [xxiv].
Ahora bien, continúa Rorty, la relación entre «hegelianos» y «kantianos» no es de simple exclusión o de incomprensión recíproca, como, efectivamente, podría parecer, sino que más bien puede homologarse a la distinción que el debate epistemológico establece entre la «ciencia crítica» y la normal sciencea la diferencia entre «desviación» y normalidad tout courtDe esta manera, el parasitismo de la gramatología -que Rorty pone en relación con la linguistic analysis pero que las conclusiones del precedente parágrafo permiten aplicar también a la hermenéutica gadameriana- no se muestra como una simple «enajenación», como un sendero interrumpido, sino como una especie de terreno experimental, a la par crítico e inventivo. Escribe Rorty: «El desacuerdo entre kantianos y no-kantianos se presenta [...] como un contraste entre quienes quieren aceptar (y ver) las cosas tal como son, [...] quienes, al contrario, desean transformar el vocabulario actual» [xxv].
A la luz de estas consideraciones, podemos volver a analizar el problema de las relaciones entre la gramatología, por una parte, y la hermenéutica gadameriana y la «escuela de la sospecha», por otra. En definitiva, las peculiaridades del trabajo de Derrida pueden resumirse en tres puntos:
1) El efecto más inmediato de la gramatología es, como hemos visto, la crítica respecto al «continuismo» gadameriano. En cierto sentido, Derrida empuña, contra la hermenéutica de la «integración», armas que recuerdan las exigencias «desenmascaradoras» de la escuela de la sospecha. Y, efectivamente, sólo una dimensión crítica puede dotar de significado a un conjunto de análisis, como los de la gramatología, que -en virtud de su estructura «arquitéctonica», y en virtud del «sistema» teórico que los organiza- parecería que no debían de tener significación alguna. En sí mismo, hablar de gramatología como ciencia de las huellas escritas, de los significantes sin significado y de otras cosas similares; o esbozar una teoría de la différencees decir, de los desechos o de los aspectos residuales y no explicitados de una tradición, no tiene mucho sentido; el propio Derrida es, por otra parte, consciente, como demuestra su insistencia en el carácter inefable de la différenceMucho más sensato, respecto al «continuismo» de la hermenéutica gadameriana, es, por el contrario, el efecto de-constructivo, crítico, de la gramatología, aplicada a una tradición que nos sentimos inclinados a «leer» como homogénea y traducible.
2) Sin embargo, subrayar este aspecto crítico no equivale a la simple recuperación de las intenciones desenmascaradoras de la escuela de la sospecha. El desenmascaramiento ha sido más bien sustituido por la invención terminológica, esto es, en primer lugar, por un trabajo en torno al significante y no a lo significado. Se excluye, por tanto, la posibilidad de alcanzar, a través de la de-construcción de una tradición o de determinados conceptos pertenecientes a ella, un sentido auténtico y fundamental, un significado «propio» básico. Transformar la filosofía en un género de escritura significa esencialmente -a través de procedimientos estilísticos, terminológicos, o por medio de una distorsión o un abuso de determinados campos semánticos- «hacer posible» la tradición filosófica, abrir la vía a nuevas posibilidades hermenéuticas. El problema de la escuela de la sospecha es traducido por Derrida en los términos de una polémica entre «ciencia critica» y «ciencia normal». Por ejemplo, en uno de los escritos incluidos en L’écriture et la différencese lee: «Nietzsche, Freud, Heidegger han actuado [...] en el marco de los conceptos heredados de la metafísica. Ahora bien, puesto que estos conceptos no son de hecho puros elementos o átomos, sino que se encuentran asumidos en una sintaxis y en un sistema, la aceptación de cualquiera de ellos reintroduce íntegramente la metafísica. Esto es lo que permite a esos destructores el destruirse recíprocamente; por ejemplo, hace posible que Heidegger considere a Nietzsche -con una lucidez y un rigor comparables a la mala fe y a la incomprensión- como el último metafísico, como el último “platónico”. La operación podría repetirse a propósito del propio Heidegger, de Freud o de cualquier otro. No existe operación más frecuente que ésta en nuestros días»[xxvi].
La fácil sucesión de los desenmascaramientos se deriva de la adopción ingenua del lenguaje recibido. Por el contrario, la «filosofía concebida como género de escritura» y, por ende, como invención, significa en la perspectiva de Derrida la instauración de una relación de double bind con la tradición filosófica: por una parte, se renuncia a la esperanza de superar, con un desenmascaramiento radical, la «metafísica»; por otra, el juego y las transformaciones terminológicas introducidos en esa misma tradición permiten eliminar el carácter perentorio de dicha metafísica (carácter que, por el contrario, tiende a reproducirse mediante la sucesión de los desenmascaramientos).
3) Existe una tercera consecuencia de la función «parasitaria» de la gramatología. La relación de double bind que Derrida establece entre de-construcción y tradición es, en definitiva, la propia del etnólogo[xxvii]. Es decir, dicho vínculo tiene su origen en una doble conciencia: en primer lugar, la de la radical discontinuidad que nos separa de una tradición que no nos pertenece necesariamente; en segundo término, el convencimiento de que es inevitable que utilicemos un lenguaje y que éste nos condicione (como también resulta ineludible el «etnocentrismo»). Considerar desde un punto de vista «etnológico» el problema de la interpretación equivaldría, en este caso, a conferir un estatuto positivo y reconocible al problema de nuestra discontinuidad respecto a la tradición filosófica; y esto, sin conceder a dicha intermisión el énfasis auténticamente «metafísico», propio de la «escuela de la sospecha»; y, por otra parte, sin dar por supuesta una homogeneidad de base entre nuestro presente y el pasado de la filosofía, como sucede a Gadamer.
Maurizio Ferraris


 
[i] Cfr. De l’interpretation. Essai sur FreudParís, Seuil, 1965; trad. italiana de E. Renzi: Della interpretazione. Saggio su FreudMilán, 11 Saggiatore, 1966; ver, particularmente, las págs. 46 y ss. de la trad. italiana (L’interpretazione come esercizio del sospetto).
[ii] Todavía no disponible en las Opere editadas por Colli y Montanari, Il libro del filosofo está traducido en un volumen aparte: Roma, Savelli, 1978. La cita que aquí incluimos, levemente modificada por nosotros, se encuentra en la pág. 76.
[iii] «Nietzsche, Freud, Marx», en Cahiers de Royaumont6, Paris, Minuit, 1967 (actas del congreso internacional de Royaumont sobre Nietzsche), páginas 182-192.
[iv] Nietzsche, Freud, Marxcit., pág. 192.
[v] Ibíd.
[vi] M. Horkheimer, Th. W. Adorno, Dialektik des AufklärungAmsterdam, Querido Verlag, 1947, trad. italiana de L. Vinci: Diarletica dell’illuminismoTurin, Einaudi, 1974, pág. 53; el subravado es nuestro.
[vii] Op. cit., pág. 37.
[viii] «La Mythologie blanche», en Poétique5 (1971); ahora en J. Derrida, Márgenes de la filosofíaMadrid, Cátedra, 1988. Cfr., especialmente, la última sección del ensayo, La métaphysique relève de la métaphorepágs. 308 y ss.
[ix] «Force et signification», en Critique193-194 (junio-julio de 1963); ahora en L’écriture et la différenceParís, Seuil, 1967; trad. italiana de G. PozziLa scrittura e la differenzaEinaudi, Turín, 1971, pág. 34.
[x] H. G. Gadamer, Wahrheit und MethodeTubinga, Mohr, 19723; trad. italiana de G. V attimo: Verità e métodoMilán, Bompiani, 19833.
[xi] Cfr., especialmente las págs. 202-207 -Ricostruzione e integrazione come compiti ermeneuticide la trad. italiana de Verdad método.
[xii] Cfr., especialmente, «II principio della “Wirkungsgeschichte”», en Verdad métodotrad. italiana, cit., págs. 350-363.
[xiii] Op. cit., pág. 205.
[xiv] Op. cit., pág. 351.
[xv] Op. cit., pág. 352.
[xvi] Sobre el predominio de la continuidad en la interpretación gadameriana de la obra de arte, así como en la hermenéutica de Gadamer en general, puede consultarse G. Vattimo, «Estetica ed ermeneutica», en Rivista di Estetica, n.s., 1 (1979), págs. 3-15.
[xvii] Verdad métodotrad. italiana cit., pág. 448.
[xviii] Op. cit., pág. 450; el subrayado es nuestro.
[xix] Op. cit., pág. 449.
[xx] Cfr., por ejemplo, las réplicas de Gadamer a Habermas en «Rhetorik, Hermeneutik und Ideologiekritik», en Kleine Schrifienvol. l, Tubinga, Mohr; trad. italiana parcial de Varios Autores, Turín, 1973, págs. 55 y ss.
[xxi] J. Derrida, «Violence et métaphysique. Essai sur la pensée d’Emmanuel Lévinas», en Revue de métaphysique et de Morale, 3 y 4 (1964); ahora en L’écriture et la différencetrad. italiana cit., pág. 100.
[xxii] «Limited Inc. abc», en Glyph2 (1977), págs. 162-254, 178.
[xxiii] R. Rorty, Philosophy as a Kind of Writing. An Estay on Derrida, in Id., Consequences of Pragmatism (Essays: 1972- 1980), Mineápolis, University of Minnesota Press, 1982.
[xxiv] Así, por ejemplo, Searle excluye que la discusión entre Derrida y Austin pueda considerarse como una confrontación entre dos tradiciones, y sostiene que se trata de un simple mal entendimiento de la teoría de los actos lingúísticos por parte de Derrida (cfr. J. Searle, «Reiterating the Differences (reply to Derrida)», en Glyph1, 1977, págs. 198-208).
[xxv] Consequences of Pragmatism, cit., pág. 107.
[xxvi] La structure, le signe et le jeu dans le discours des sciences humaines (1966); ahora en L’écriture et la différence, trad. italiana cit., pág. 363.
[xxvii] El mismo proyecto de la gramatología nace de la discusión del «etnocentrismo» de Lévi-Strauss en referencia al problema de las sociedades sin escritura. Cfr. J. Derrida, De la grammatologieParís, Minuit, 1967, págs. 149 y ss.

quarta-feira, 9 de outubro de 2019

FICHUS - DISCURSO DE FRANKFURT Jacques Derrida


FICHUS

DISCURSO DE FRANKFURT
Jacques Derrida

Galilée, Paris, Collection La philosophie en effet (27 mars 2002). Edición digital de Derrida en castellano.

Texto en francés

El 22 de septiembre de 2001 Jacques Derrida recibió de la ciudad de Frankfurt el premio Theodor W. Adorno. Fundado en 1977, otorgado cada tres años, concedido ya a Habermas, Boulez y Godard, recompensa obras que, en el espíritu de la Escuela de Frankfurt, atraviesan los dominios de la filosofía, de las ciencias sociales y de las artes (música, literatura, pintura, arquitectura, teatro, cine, etcétera). El primer párrafo y el último del discurso de Jacques Derrida fueron leídos en alemán. El discurso había sido escrito y traducido desde el mes de agosto. Las referencias al 11 de septiembre fueron, pues, añadidas el día de la ceremonia.



Señora alcaldesa, señor cónsul general, querido profesor Waldenfels, queridos colegas, queridos amigos:


Os pido perdón, me dispongo a saludaros y a daros las gracias en mi lengua.


Y la lengua va a ser por lo demás mi tema: la lengua del otro, la lengua del huesped, la lengua del extranjero, incluso del inmigrante, del emigrado o del exilado. ¿Qué hará del singular y del plural una política responsable, empezando por las diferencias entre las lenguas en la Europa de mañana, y a ejemplo de Europa, en la mundialización en curso? En eso que se llama, de manera cada vez más dudosa, la mundialización, nos encontramos en efecto al borde de guerras que están, menos que nunca, desde el 11 de septiembre, seguras de su lengua, de su sentido y de su nombre.


Como exergo a este modesto y sobrio testimonio de reconocimiento, permitidme que os lea primero una frase que, un día, una noche, soñó Walter Benjamin, y en francés. Se la confió en francés a Gretel Adorno, en una carta que le dirigió el 12 de octubre de 1939[i], desde la Nièvre, donde se encontraba internado. Aquello se llamaba entonces en Francia un «campo de trabajadores voluntarios». En su sueño, que fue, de creerle, eufórico, Benjamin se dijo esto, en francés, pues: «Se trataba de trasformar una poesía en chal [fichu]». Y tradujo: «Es handelte sich darum, aus einem Gedicht ein Halstuch zu machen». Enseguida vamos a acariciar ese «chal [fichu]», ese echarpe o ese fular. Vamos a discernir en él cierta letra del alfabeto que Benjamin creyó reconocer en sueño. Y fichu, a esto volveremos también, no es una palabra francesa cualquiera para decir echarpe, chal, o fular de mujer.


¿Sueña uno siempre en la cama? ¿y de noche? ¿Se es responsable de esos sueños? ¿Puede uno responder de ellos? Suponed que estoy soñando. Mi sueño sería feliz, como el de Benjamin.


En este mismo momento, dirigiéndome a vosotros, con los ojos abiertos, disponiéndome a daros las gracias desde el fondo del corazón, con los gestos unheimlich o espectrales de un sonámbulo, incluso de un bandolero con las manos puestas en un premio que no le había sido destinado, todo sucedería como si estuviese soñando. E incluso confesándolo: de verdad, os lo digo, al saludaros con gratitud, creo que estoy soñando. Incluso si el bandolero o el contrabandista no merece lo que le pasa, como en un relato de Kafka el mal alumno que se cree llamado, como Abraham, al sitio del primero de la clase, su sueño parece feliz. Como yo.


¿Cuál es la diferencia entre soñar y creer que se sueña? Y en primer lugar, ¿quién tiene derecho a plantear esa pregunta? ¿Es el soñador sumergido en la experiencia de su noche o el soñador que se despierta? ¿Podría un soñador por otra parte hablar de su sueño sin despertarse? ¿Podría nombrar el sueño en general? ¿Podría analizarlo de forma justa e incluso servirse de la palabra «sueño» con plena conciencia sin interrumpir y traicionar, sí, traicionar el sueño?


Imagino aquí dos respuestas. La del filósofo sería firmemente «no»: no se puede tener un discurso serio y responsable sobre el sueño, nadie podría contar un sueño sin despertarse. Esta respuesta negativa, de la que podrían darse mil ejemplos de Platón a Husserl, creo que define quizá la esencia de la filosofía. Este «no» liga la responsabilidad del filósofo al imperativo racional de la vigilia, del yo soberano, de la conciencia vigilante. ¿Qué es la filosofía para el filósofo? Estar despierto y despertarse. Completamente diferente, pero no menos responsable, sería quizá la respuesta del poeta, del escritor o del ensayista, del músico, del pintor, del director de teatro o de cine. O también del psicoanalista. Estos no dirían no, sino sí, quizá, a veces. Dirían sí, quizá a veces. Consentirían al acontecimiento, a su excepcional singularidad: sí, quizá puede uno creer y reconocer que uno sueña sin despertarse; sí, no es imposible, a veces, decir, durmiendo, con los ojos cerrados o completamente abiertos, algo así como una verdad del sueño, un sentido y una razón del sueño que merece no hundirse en la noche de la nada.


A propósito de esta lucidez, de esta luz, de esta Aufklarung de un discurso soñador sobre el sueño, me gusta justamente pensar en Adorno. Admiro y amo en Adorno a alguien que no ha dejado de vacilar entre el «no» del filósofo y el «sí, quizá, eso pasa a veces» del poeta, del escritor o del ensayista, del músico, del pintor, del director de teatro o de cine, o también del psicoanalista. Al vacilar entre el «no» y el «sí, a veces, quizá», ha vacilado por dos veces. Ha tomado en cuenta lo que el concepto, la dialéctica misma, no podía concebir del acontecimiento singular, y ha hecho todo por asumir la responsabilidad de esa doble herencia.


En efecto, ¿qué nos sugiere Adorno? La diferencia entre el sueño y la realidad, esta verdad a la que el «no» del filósofo nos llama con una severidad inflexible, sería lo que lesiona, hiere o lastima (beschädigt) los más bellos sueños y deposita en éstos la firma de una mancha, de una mácula (Makel). El «no», lo que se podría llamar en otro sentido la negatividad que la filosofía opondría al sueño, sería una herida cuya cicatriz llevan consigo para siempre los más bellos sueños.


Un pasaje de Minima Moralia[ii] lo señala, un pasaje que privilegio por dos razones. En primer lugar, Adorno dice ahí cómo los más bellos sueños quedan dañados, lesionados, mutilados, deteriorados (beschädigt), heridos por la conciencia despierta que nos hace saber que son pura apariencia (Schein) con respecto a la realidad efectiva (Wirklichkeit). Ahora bien, la palabra de la que se sirve entonces Adorno para expresar esa herida, beschädigt, es esa misma que aparece en el subtítulo de los Minima Moralia: Reflexionen aus dem beschädigten Leben. No «reflexiones sobre» una vida herida, lesionada, lastimada, mutilada, sino «reflexiones desde o a partir» de una vida así, aus dem beschädigten Leben: reflexiones marcadas por el dolor, señaladas por la herida. La dedicatoria del libro a Horkheimer explica lo que la forma de ese libro debe a la vida privada y a la condición dolorosa del «intelectual en emigración» (ausgegangen vom engsten privaten Bereich, dem des Intellektuellen in der Emigration).


Escojo también ese pasaje de Minima Moralia para rendir homenaje y reconocer a aquellos que han instituido el premio Adorno respetando un cierto espíritu de éste. Como siempre en Adorno, y es ésta su más bella herencia, este fragmento teatral hace comparecer a la filosofía en un solo acto, sobre una misma escena, ante la instancia de todos sus «otros». La filosofía debe responder ante el sueño, ante la música —representada por Schubert—, ante la poesía, ante el teatro y ante la literatura, representada aquí por Kafka:


«Cuando uno se despierta en mitad de un sueño, aun del más desagradable, se siente frustrado y con la impresión de haber sido engañado para bien suyo. Sueños felices realizados los hay en verdad tan poco como, en expresión de Schubert, música feliz. Aun los más hermosos llevan aparejada como una mácula (wie ein Makel) su diferencia con la realidad, la consciencia del carácter ilusorio de lo que producen. De ahí que los sueños más bellos parezcan como estropeados (wie beschädigt). Esta experiencia se encuentra insuperablemente plasmada en la descripción del teatro al aire libre de Oklahoma que hace Kafka en América»[iii].


Adorno estaba obsesionado por ese teatro de Oklahoma en América de Kafka, sobre todo al recordar sus investigaciones experimentales en los Estados Unidos, sus trabajos sobre el jazz, sobre un cierto carácter fetichista de la música, sobre los problemas planteados por la producción industrial de los objetos culturales, allí donde su crítica pretende, como él mismo dice, replicar al Benjamin de Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit. Hoy más que nunca tendríamos que meditar si esa crítica, como tantas otras en relación a Benjamin, está o no justificada. Esa crítica, al analizar una cierta mercantilización de la cultura, anuncia también una mutación estructural del capital, del mercado cyberespacial, de la reproducción, de la concentración mundial y de la propiedad.


Así, pues, quedaríamos decepcionados al despertar incluso de la peor pesadilla (de lo que podríamos multiplicar los ejemplos desde el comienzo del siglo hasta la semana pasada), pues esa pesadilla nos habrá dejado pensar lo irreemplazable, una verdad o un sentido que la conciencia al despertar corre el riesgo de disimular, o de adormecer de nuevo. Como si el sueño fuese más vigilante que la vigilia, el inconsciente más pensador que la conciencia, la literatura o las artes más filosóficas, más críticas en todo caso, que la filosofía.


Me dirijo a vosotros pues en la noche como si en el comienzo fuese el sueño. ¿Qué es el sueño? ¿Y el pensamiento del sueño? Y la lengua del sueño? ¿Habrá una ética o una política del sueño que no ceda ni a lo imaginario ni a la utopía, que no sea dimisionaria, irresponsable, y evasiva? De este modo me vuelvo a apoyar en Adorno para comenzar, y más precisamente en otro pasaje de Adorno que me afecta tanto más porque, como yo mismo hago cada vez más a menudo, demasiado a menudo quizá, Adorno habla literalmente de la posibilidad de lo imposible, de la paradoja de la posibilidad de lo imposible (vom Paradoxon der Möglichkeit des Unmöglichen). En Prismas, al final de su «Retrato de Walter Benjamin», en 1955, Adorno escribe esto, algo que yo querría convertir en una divisa, al menos para todas las «últimas veces» de mi vida:




«En la paradoja de la posibilidad de lo imposible se han encontrado por última vez en Benjamin mística e Ilustración. Benjamin se ha liberado del sueño sin traicionarlo (ohne ihn zu verraten) y sin hacerse cómplice de aquella intención en la que siempre estuvieron de acuerdo los filósofos: que el sueño no debe (o no puede) realizarse»[iv].




La posibilidad de lo imposible, así dice Adorno, die Möglichkeit des Unmöglichen. No dejarse impresionar por la «unanimidad permanente de los filósofos», esto es, la primera complicidad que romper, y justo eso por lo que hay que empezar a inquietarse uno, si quiere uno pensar un poco. Liberarse del sueño, desterrar el sueño sin traicionarlo (ohne ihn zu verraten), es esto lo que hay que hacer, según Benjamin, autor de un «Traumkitsch»[v]: despertarse, cultivar la vigilia y la vigilancia, pero al mismo tiempo permaneciendo atento al sentido, fiel a las enseñanzas y la lucidez de un sueño, cuidadosos de lo que el sueño dé que pensar, sobre todo cuando nos da que pensar la posibilidad de lo imposible. La posibilidad de lo imposible no puede sino ser soñada, pero el pensamiento, un pensamiento completamente diferente de la relación entre lo posible y lo imposible, ese otro pensamiento tras el que desde hace tanto tiempo respiro y a veces pierdo la respiración en mis cursos o en mis carreras, tiene quizá más afinidad que la filosofía misma con ese sueño. Habría que seguir velando el sueño aun despertándose. De esta posibilidad de lo imposible, y de lo que habría que hacer para intentar pensarla de otro modo, para pensar de otro modo el pensamiento, en una incondicionalidad sin soberanía indivisible, al margen de lo que ha dominado nuestra tradición metafísica, intento a mi manera sacar algunas consecuencias éticas, jurídicas y políticas, ya se trate del tiempo, del don, de la hospitalidad, del perdón, de la decisión, o de la democracia por venir.


Todavía no he empezado a expresaros todo mi reconocimiento, pero, y para apoyarme en ellos, acabo de oír hablar a Adorno de Benjamin, esos dos expatriados, uno de los cuales no regresó jamás, y el otro no es seguro que haya vuelto nunca. Enseguida voy a evocar de nuevo a un Benjamin que se vuelve hacia Adorno. Como me va a suceder a menudo que cite de esta manera, el caso es que de nuevo es una cita de Benjamin por Adorno lo que anima a pensar que mi modo de usar las citas tendrá que ser aquí cualquier cosa antes que académica, protocolaria y convencional, sino más bien, y una vez más, inquietante, desconcertante, incluso unheimlich. Dos páginas más arriba, en el mismo texto, Adorno recuerda que Benjamin «entendía literalmente la frase de la Einbahnstrasse, según la cual las citas de sus trabajos son como bandidos que saltan al camino (wie Räuber am Wege) para robar al lector sus convicciones»[vi]. Que lo sepáis, éste al que honráis hoy con un gran premio que no está seguro de merecer, es también alguien que se arriesga siempre, sobre todo cuando cita, a parecerse más a los «bandidos que saltan al camino» que a tantos honorables profesores de filosofía, por más que sean amigos suyos.


Estoy soñando. Soy un sonámbulo. Creo haber soñado, para daros a entender mi agradecimiento ante el inmenso privilegio que se me concede hoy, sueño todavía sin duda con saber hablaros no sólo como bandido, sino poéticamente, como poeta. Sin duda no seré capaz del poema en el que sueño. Y por otro lado, y en qué lengua habría podido escribirlo o cantarlo? ¿O soñarlo? Estaré dividido entre, por una parte, las leyes de la hospitalidad, a saber, el deseo del huesped que reconoce que debería dirigirse a vosotros en vuestra lengua, y, por otra parte, mi apego invencible a un idioma francés sin el que estoy perdido, más exilado que nunca. Pues lo que comprendo y comparto mejor, con Adorno, hasta la compasión, es quizá su amor a la lengua, e incluso una especie de nostalgia por aquello que ha sido sin embargo su propia lengua. Nostalgia originaria, nostalgia que no ha esperado la pérdida histórica o efectiva de la lengua, nostalgia congénita que tiene la edad de nuestro cuerpo a cuerpo con la lengua llamada materna, o paterna. Como si esta lengua hubiese estado perdida desde la infancia, desde la primera palabra. Como si esta catástrofe estuviese abocada a repetirse. Como si amenazase con retornar en cada giro de la historia, y para Adorno, hasta en el exilio americano. En su respuesta a la pregunta tradicional «Was ist deutsch?[vii]» en 1965, Adorno confiaba que su deseo de regresar de los Estados Unidos a Alemania, en 1949, estaba dictado primeramente por la lengua. «Mi decisión de volver a Alemania —dijo—, apenas estaba motivada por la necesidad subjetiva, por la añoranza de la tierra (vom Heimweh motiviert). Había también una motivación objetiva. Es la lengua. (Auch ein Objektives machte sich geltend. Das ist die Sprache)».


Por qué hay en esto más que una nostalgia, y otra cosa que un afecto subjetivo? ¿Por qué intenta Adorno justificar su regreso a Alemania mediante un argumento de la lengua que sería aquí una razón «objetiva»? Su alegato debería ser hoy ejemplar para todos aquellos que buscan, en el mundo, pero en particular en la Europa en construcción, definir otra ética u otra política, otra economía, incluso otra ecología de la lengua: cómo cultivar la poeticidad del idioma en general, su estar en casa, su oikos, cómo salvar la diferencia lingüística, ya sea regional o nacional, cómo resistir a la vez a la hegemonía internacional de una lengua de comunicación (y para Adorno, eso era ya el anglo-americano), cómo oponerse al utilitarismo instrumental de una lengua puramente funcional y comunicativa sin ceder no obstante al nacionalismo, al estado-nacionalismo o al soberanismo estado-nacionalista, sin dar estas viejas armas mohosas a la reactividad identitaria y a toda la vieja ideología soberanista, comunitarista y diferencialista?


Adorno se compromete, efectivamente, a veces peligrosamente, en una argumentación compleja a la que por mi parte había dedicado, hace cerca de veinte años, una larga discusión atormentada en un seminario sobre el «nacionalismo», sobre «Kant, el judío, el alemán», sobre el Was ist deutsch de Wagner y eso que llamaba yo entonces, para denominar una enigmática especularidad, un grande y terrible espejo histórico, la «psique judeo-alemana». De ese seminario retengo sólo dos líneas.




A. La primera subrayaría, de forma clásica, algunos llegarían a decir que inquietante, los privilegios de la lengua alemana. Doble privilegio, en relación con la filosofía y en relación con aquello que vincula la filosofía a la literatura: «La lengua alemana —señala Adorno—, presenta manifiestamente una afinidad electiva con la filosofía (eine besondere Wahlverwandtschaft zur Philosophie), una afinidad con la especulación a la que Occidente le reprocha, no sin razón, que es peligrosamente nebulosa». Si es difícil traducir textos filosóficos de alto nivel, como la Fenomenología del espíritu o la Ciencia de la lógica de Hegel, eso es así porque el alemán, piensa Adorno, enraíza sus conceptos filosóficos en una lengua natural que hay que conocer desde la infancia. De ahí, entre filosofía y literatura, una alianza radical —radical en la medida en que se nutre de las mismas raíces, las de la infancia—. No hay gran filósofo, dice Adorno citando a Ulrich Sonnemann, que no sea un gran escritor. Y ¡qué razón tiene! A propósito de la infancia, que fue uno de sus temas insistentes, a propósito de la lengua de su infancia: ¿será azar que Adorno vuelva a ello justamente tras dos breves aforismos célebres acerca de los judíos y el lenguaje: «Der Antisemitismus ist das Gerücht über die Juden» y «Fremdwörter sind die Juden der Sprache» («El antisemitismo es el rumor sobre los judíos» y «Los extranjerismos son los judíos de la lengua»)[viii]? Así, pues, ¿es casual que inmediatamente a continuación Adorno nos confíe la tristeza inconmensurable (fassungslose Traurigkeit), la melancolía (Schwermut) con la que toma conciencia de que ha dejado espontáneamente que «se despierte», ésa es su expresión, la lengua de su infancia? ¿O más exactamente, que ha dejado que se despierte, como si prosiguiese un sueño velado, un sueño diurno, una forma dialectal de su infancia, de su lengua materna, la que había hablado en su ciudad de nacimiento, a la que llama ahí Vaterstadt? ¿Muttersprache y Vaterstadt?


«Una tarde de tristeza inconmensurable (An einem Abend der fassungslosen Traurigkeit) me sorprendí a mí mismo en el uso de un subjuntivo ridículamente incorrecto de un verbo, ya desusado en alemán, procedente del dialecto de mi ciudad natal. Desde los primeros años escolares no había vuelto a escuchar aquel familiar barbarismo, y menos aún a emplearlo. La melancolía (Schwermut) que incontenible descendía a los abismos de la infancia (in den Abgrund der Kindheit) despertó allá en el fondo la vieja voz que sordamente me requería (weckte auf dem Grande den alten, ohnmächtig verlangenden Laut). El lenguaje me devolvió como un eco la humillación que la desventura me causaba olvidándose de lo que yo era»[ix].


Sueño, idioma poético, melancolía, abismo de la infancia, Abgrund der Kindheit que no es otra cosa, ya lo habéis oído, sino la profundidad de un fondo (Grund) musical, la secreta resonancia de la voz o de los vocablos que esperan en nosotros, como en el fondo del primer nombre propio de Adorno, pero sin poder (auf dem Grande den alten, ohnmächtig verlangenden Laut). Ohnmächtig, insisto: sin poder, vulnerables. Si tuviera tiempo, me gustaría hacer algo más que bosquejar una reconstitución: habría explorado una lógica del pensamiento de Adorno que intentase de manera cuasisistemática sustraer todas estas debilidades, estas vulnerabilidades, estas víctimas indefensas, a la violencia o incluso a la crueldad de la interpretación tradicional, es decir, al apresamiento filosófico, metafísico, idealista, dialéctico incluso, y capitalístico. La exposición de ese ser indefenso, la privación de poder, esta vulnerable Ohnmächtigkeit, eso puede serlo tanto el sueño, la lengua, el inconsciente, como el animal, el niño, el judío, el extranjero, la mujer. «Indefenso», Adorno lo fue menos que Benjamin, pero lo fue también él mismo, de acuerdo con lo que dice Jürgen Habermas, en un libro dedicado a la memoria de Adorno:




«Adorno se encontraba indefenso [...] Frente a “Teddie” se podía desempeñar sin más el papel de un adulto con los pies bien puestos en el suelo. Pues Adorno nunca fue capaz de asimilar las estrategias de inmunización frente a la realidad y de adaptación a ella que este papel comporta. En todas las instituciones fue un extraño, y no porque él lo quisiera»[x].




B. Otro rasgo de «Was ist deutsch» cuenta más para mí. A este elogio de la propiedad específica y objetiva de la lengua alemana (eine spezifische, objektive Eigenschaft der deutschen Sprache), sigue una cautela crítica. En ella se advierte un parapeto indispensable para el porvenir político de Europa o de la mundialización: sin dejar de luchar contra las hegemonías lingüísticas y lo que éstas determinan, habría que empezar por «desconstruir» tanto los fantasmas onto-teológico-políticos de una soberanía indivisible como los metafísicos estado-nacionalistas. Ciertamente Adorno quiere, así lo comprendo, seguir amando la lengua alemana, seguir cultivando esa intimidad originaria con su idioma pero sin nacionalismo, sin el narcisismo colectivo (kollektiven Narzißmus) de una «metafísica de la lengua». Contra esta metafísica de la lengua nacional, cuya tradición y cuya tentación son bien conocidas, en este país y en otros, la «vigilancia», sigue diciendo Adorno, la vela del velador debe ser «incansable».


«Aquel que regresa (se sobrentiende que del exilio), y que ha perdido el contacto ingenuo con lo que constituye su especificidad (la de la lengua), aun conservando su intimidad con su propia lengua, tendrá que dar prueba de una incansable vigilancia (mit unermüdlicher Wachsamkeit) para escapar de cualquier superchería que podría facilitar esa lengua; tendrá que evitar creer que lo que me gustaría calificar de excedente metafísico de la lengua alemana (den metaphysischen Überschuss der deutschen Sprache) basta para garantizar la verdad de la metafísica que propone, o de la metafísica en general. Se me permitirá quizá confesar que escribí Jargon der Eigentlichkeit por esa razón. [...] El carácter metafísico de la lengua no constituye un privilegio. No es a él a lo que hay que imputar una profundidad que se convierte en sospechosa en el momento en que se glorifica a sí misma. Pasa lo mismo con el concepto de alma alemana. [...] Nadie de los que escriben el alemán, y saben hasta qué punto marca la lengua su pensamiento, debería olvidar las críticas de Nietzsche a este respecto»[xi].


Esta referencia al Jargon der Eigentlichkeit nos llevaría demasiado lejos. Prefiero entender en esta profesión de fe una llamada a una nueva Aufklärung. Adorno declara un poco más adelante que es ese culto metafísico de la lengua, de la profundidad y del alma alemana lo que ha llevado a acusar al Siglo de las Luces de «superficialidad» y de «herejía».


Señora alcaldesa, queridos colegas, queridos amigos, cuando pregunté de cuánto tiempo disponía para este discurso, recibí tres respuestas diferentes de otras tantas personas. Imagino que estaban dictadas por una legítima inquietud, como también por los deseos: fue, primero, que de quince a veinte minutos, después, que treinta minutos, finalmente, que de treinta a cuarenta y cinco minutos. Ahora bien, todavía no he empezado a rozar, así es de cruel la economía de tal discurso, la deuda que me liga a vosotros, a la ciudad y a la Universidad de Frankfurt, a tantos colegas y amigos (en particular los profesores Habermas y Honneth), a todos aquellos y a todas aquellas que, en Frankfurt y en este país, me perdonarán por nombrarlos sólo en una nota cursiva[xii]. Son tan numerosos, los traductores (empezando por Stefan Lorenzer, aquí mismo hoy), los estudiantes, los editores que me han concecido la gracia de su hospitalidad, desde 1968, en las Universidades de Berlín, de Friburgo, de Heidelberg, de Kassel, de Bochum, de Siegen, y sobre todo de Frankfurt, por tres veces, y todavía el año pasado, en unas conferencias sobre la universidad en un seminario común con Jürgen Habermas o ya, en 1984, en un gran simposio sobre Joyce.


Antes de precipitarme a la conclusión, no quiero olvidar ni el fichu en el sueño de Benjamin ni el índice de materias de un libro virtual sobre este premio Adorno, un libro y un premio de los que no espero ya ser capaz y digno un día. Os he hablado de lengua y de sueño, después de una lengua soñada, después de una lengua de sueño, esa lengua que sueña uno hablar, he aquí ahora la lengua del sueño, como se diría a partir de Freud.


No voy a imponeros una lección de filología, de semántica o de pragmática. No voy a seguir las derivaciones y los usos de esa palabra extraordinaria, «fichu». Significa cosas diferentes según que figure como nombre o como adjetivo. El fichu, y es éste el sentido más aparente en la frase de Benjamin, designa, pues, un chal, la pieza de tela que puede ponerse a toda prisa una mujer en la cabeza o alrededor del cuello. Pero el adjetivo «fichu» denota el mal: lo que es malo, o está perdido, condenado. Un día de septiembre de 1970, mi padre enfermo, viendo venir su muerte, me confió: «Estoy fichu». Si os dirijo hoy un discurso tan onirofílico, es que el sueño es el elemento más acogedor para el duelo, la obsesión, la espectralidad de todos los espíritus, y para el retorno de los aparecidos (por ejemplo, esos padres adoptivos que fueron para nosotros, entre otros y hasta en sus disensiones, Adorno o Benjamin, y quizá Adorno para Benjamin). El sueño es también un lugar hospitalario para la exigencia de justicia, al igual que para las esperanzas mesiánicas más invencibles. Para «fichu» se dice a veces en francés «foutu» («jodido»), una palabra que se entiende tanto en el registro escatológico del fin o de la muerte como en el registro escatológico de la violencia sexual. A veces se insinúa en ella la ironía: «uno se ha fichu de alguien» significa «uno se ha burlado de alguien, no se lo ha tomado en serio o no ha asumido sus responsabilidades para con él».


Benjamin empieza así la larga carta que escribe, pues, en francés a Gretel Adorno, el 12 de octubre de 1939, desde un campo de trabajo voluntario en la Nièvre:




«He tenido esta noche cuando dormía sobre la paja un sueño tan hermoso que no resisto las ganas de contártelo. [...] Es uno de esos sueños del tipo de los que he tenido quizá cada cinco años, y que están tejidos en torno a la palabra “leer”. Teddie se acordará del papel que juega ese motivo en mis reflexiones sobre el conocimiento».




Mensaje con destino a Teddie, a Adorno, pues, el marido de Gretel. ¿Por qué le cuenta Benjamin este sueño a la mujer, no al marido? ¿Por qué cuatro años antes es también dirigiéndose a Gretel Adorno[xiii] como Benjamin responde a críticas un poco autoritarias y paternales que Adorno, como hacía a menudo, le había dirigido, en una carta[xiv], a propósito precisamente del sueño, de las relaciones entre las «figuras oníricas» y la «imagen dialéctica»? Dejo dormir este enjambre de preguntas.


El largo relato que sigue vuelve a poner en escena (es mi propia selección interpretativa) un «viejo sombrero de paja», un «panamá» que Benjamin había heredado de su padre, y que llevaba, en su sueño, una amplia hendidura en su parte superior, junto con «marcas de color rojo» en los bordes de la hendidura, y luego unas mujeres, una de las cuales se dedica a la grafología y tiene en su mano algo que Benjamin había escrito. Este se acerca y dice:


«... lo que vi era una tela cubierta de imágenes en la que los únicos elementos gráficos que pude distinguir eran las partes superiores de la letra d cuyas dimensiones afiladas denotaban una aspiración extrema a la espiritualidad. Esta parte de la letra estaba por lo demás provista de una pequeña vela con el borde azul, que se henchía en el dibujo como si se encontrase bajo la brisa. Era la única cosa que pude “leer” [...]. La conversación giró por un momento en torno a esta escritura. [...] En un momento dado, dije textualmente esto: “Se trataba de cambiar en fichu una poesía”. (Es handelte sich darum, aus einem Gedicht ein Halstuch zu machen.) [...] Entre las mujeres había una, muy bella, que estaba acostada en una cama. Al oír mi explicación hizo un movimiento breve como un relámpago. Apartó un pequeño extremo de la manta que la abrigaba en su cama. [...] Y esto no fue por dejarme ver su cuerpo, sino el dibujo de su sábana que debía ofrecer unas imágenes análogas a las que yo había debido «escribir», hace años, para relagárselas a Dausse. [...] Después de tener este sueño, no pude volverme a dormir durante horas. Era de felicidad. Y por lo que te escribo es por hacerte participar en esas horas».


«Sueña uno siempre en la cama?», me preguntaba yo al principio. Desde su campo de trabajo voluntario, Benjamin le escribe pues a Gretel Adorno que le había ocurrido soñar, en su cama, con una mujer «acostada en una cama», una mujer «muy hermosa», que exhibía para él el «dibujo de su sábana». Ese dibujo llevaba, como una firma o una rúbrica, la propia grafía de Benjamin. Puede uno siempre especular con la d que Benjamin descubre en el fichu. Es quizá la inicial del doctor Dausse, que en tiempos le había curado de su paludismo, y que, en el sueño, había dado a una de sus mujeres algo que Benjamin dice haber escrito. Benjamin pone entre comillas en su carta las palabras «leer» y «escribir». Pero la d puede ser también, entre otras hipótesis, entre otras iniciales, la primera letra de Detlef. Benjamin firmaba a veces familiarmente sus cartas .Detlef». Era también el nombre de pila que utilizó en algunos de sus pseudónimos, como Detlef Holz, apodo político con el que firmó, por ejemplo, estando emigrado en Suiza, en 1936, un libro también epistolar, Deutsche Menschen[xv]. Así firmaba siempre sus cartas a Gretel Adorno, y precisaba a veces «Dein alter Detlef». A la vez leída y escrita por Benjamin, la letra d representaba entonces la inicial de su propia firma, como si Detlef se prestase a que se sobrentendiera: «Yo soy el fichu, el tirado», por ejemplo, del campo de trabajo voluntario, menos de un año antes de su suicidio, y como todo mortal que dice yo, en su lengua de sueño: «Yo, d, estoy fichu». Menos de un año antes de su suicidio, algunos meses antes de darle a Adorno las gracias por felicitarle desde Nueva York en su último aniversario, que fue también, como el mío, un 15 de julio, Benjamin había soñado, sabiéndolo sin saberlo, con cierto jeroglífico poético y premonitorio: «Yo, d, de ahora en adelante estoy lo que se dice fichu». Pero el que firma sabe, y se lo dice a Gretel, que todo eso no puede decirse, escribirse y leerse, eso no puede firmarse así, en sueño, y descifrarse, sino en francés. «La frase que he pronunciado distintamente hacia el final de este sueño se encontraba en francés. Doble razón para hacerte este relato en la misma lengua.» Ninguna traducción en el sentido convencional de la palabra podrá jamás dar cuenta de ese relato, hacerlo comunicable de forma trasparente. En francés, la misma persona puede estar, sin contradicción y en el mismo instante, a la vez fichue («arreglada»), bien fichue y mal fichue («bien arreglada» y «mal arreglada»). Y sin embargo, en el respeto de los idiomas, es posible un cierto pasaje didáctico, es incluso reclamado, requerido, universalmente deseable a partir de lo intraducible. Por ejemplo, en una universidad o en una iglesia un día de premio. Sobre todo si no se excluye que en esta jugada de dados haya actuado, me lo sopla Werner Hamacher, el nombre de pila de la primera mujer de Walter, y hasta el de su hermana por entonces muy enferma: Dora, en griego, la piel desollada, arañada o trabajada.


En que deje sin sueño a Benjamin, este sueño parece resistir a la ley enunciada por Freud. «Durante todo el tiempo que dura el sueño —pretende este otro emigrado judío—, sabemos con certeza que estamos soñando, como también sabemos que dormimos (Wir den ganzen Schlafzustand über ebenso sicher wissen, das wir träumen, wie wir es wissen, das wir schlafen).» El deseo último del sistema que reina soberanamente en el inconsciente, es el deseo de dormir, el deseo de retirarse al sueño («... während sich das herrschende System auf den Wunsch zu schlafen zurückgezogen hat...[xvi]»).




Desde hace decenios oigo en sueños, como suele decirse, voces. Son a veces voces amigas, otras veces no: unas voces que están en mí. Todas ellas parecen decirme: ¿por qué no reconocer, claramente y públicamente, de una vez por todas, las afinidades entre tu trabajo y el de Adorno, o en verdad tu deuda con Adorno? ¿No eres un heredero de la Escuela de Frankfurt?


En mí y fuera de mí, la respuesta seguirá siendo complicada, ciertamente, en parte virtual. Pero de ahora en adelante, y por esto os digo también «gracias», no puedo hacer ya como si no oyese esas voces. Si el paisaje de las influencias, de las filiaciones o de las herencias, de las resistencias también, seguirá siendo siempre atormentado, laberíntico o abismal, y en este caso quizá más contradictorio y sobredeterminado que nunca, hoy soy feliz, y gracias a vosotros, por poder y por deber decir «sí» a mi deuda con Adorno, y por más de un concepto, aunque no soy ahora capaz de responder a esa deuda ni responder de ella.


Para medir decentemente mi gratitud a la altura de lo que me habéis donado, a saber, una señal de confianza y la asignación de una responsabilidad, para responder a eso y para corresponder, habría tenido que vencer dos tentaciones. Os pido que me perdonéis un doble fracaso: os diré, en el modo de la denegación, lo que yo habría querido no hacer o lo que yo debería no hacer.


Habría habido que evitar por una parte toda complacencia narcisista y, por otra parte, la sobrevaloración o la sobreinterpretación —filosófica, histórica, política— del evento al que tan generosamente me asociáis hoy: a mí mismo, a mi trabajo, y también a los países, la cultura y la lengua en las que mi modesta historia se enraíza y de las que se nutre, por más que sólo de modo marginal e infiel permanezca en ellas.


Si escribiese un día el libro en el que sueño para interpretar la historia, la posibilidad y la gracia de este premio, tendría al menos siete capítulos. He aquí, en el estilo de un teleprograma, sus títulos provisionales:




1. Una historia comparada de las herencias francesas y alemanas de Hegel y de Marx, el rechazo común pero tan diferente del idealismo y sobre todo de la dialéctica especulativa, antes y después de la guerra. Este capítulo, de aproximadamente unas diez mil páginas, estaría dedicado a la diferencia entre crítica y desconstrucción, sobre todo a través de los conceptos de «negatividad determinada», de soberanía, de totalidad y de divisibilidad, de autonomía, de fetichismo (incluido lo que tiene razón Adorno en llamar el fetichismo del «concepto de cultura» en una cierta Kulturkritik[xvii]), a través de los diferentes conceptos de Aufklärung y de las Luces, así como a debates y fronteras en el interior del campo alemán pero también en el interior del campo francés (siendo como son estos dos conjuntos más heterogéneos de lo que se cree incluso dentro de los respectivos límites nacionales, lo cual da lugar a veces a ilusiones de perspectiva). Para hacer callar el narcisismo, pasaré en silencio por todos los distanciamientos de mi no-pertenencia a la cultura llamada francesa y sobre todo universitaria en la que sin embargo sé que estoy inscrito, cosa que complica demasiado las cosas para este breve discurso.


2. Una historia comparada, en las tragedias políticas de los dos países, sobre la recepción y la herencia de Heidegger. Ahí también, en unas diez mil páginas, en este envite decisivo, recordaría lo que aproxima y lo que distingue las estrategias, intentando marcar en qué medida la mía, que es por lo menos tan reticente como la de Adorno, y en todo caso radicalmente desconstructiva, pasa por un camino y responde a exigencias completamente diferentes. Tendríamos al mismo tiempo que reinterpretar, desde una parte y desde la otra, los legados de Nietzsche y de Freud, e incluso, si me arriesgo a llegar ahí, de Husserl, e incluso, si me arriesgo a llegar más lejos, de Benjamin. (Si Gretel Adorno viviese todavía, le escribiría una carta confidencial a propósito de las relaciones entre Teddie y Detlef. Le preguntaría por qué no tiene premio Benjamin, y le trasmitiría mis hipótesis sobre el caso.)


3. El interés por el psicoanálisis. Cosa generalizadamente extraña a los filósofos universitarios alemanes, ese interés lo compartimos con Adorno casi todos los filósofos franceses de mi generación o de la que me ha precedido inmediatamente. Entre otras cosas, habría que insistir en la vigilancia política que, sin reactividad ni injusticia, tendría que ejercerse en la lectura de Freud. Me habría gustado cruzar tal pasaje de Minima Moralia —titulado «Más acá del principio del placer»— con lo que he llamado recientemente «el más-allá del más-allá del principio del placer»[xviii].


4. Después de Auschwitz: sea lo que sea lo que signifique ese nombre, cualesquiera que sean los debates abiertos por las prescripciones de Adorno a este respecto (no puedo analizarlos aquí, son demasiado numerosos, diversos y complejos), se esté o no de acuerdo con él (y que no se espere de mí una toma de partido argumentada en unas pocas frases), en todo caso el mérito indenegable de Adorno, el acontecimiento único que ha firmado, es haber apelado a tantos pensadores, escritores, profesores o artistas, a su responsabilidad ante todo aquello de lo que Auschwitz debe seguir siendo tanto el irreemplazable nombre propio como la metonimia.


5. Una historia diferencial de las resistencias y de los malentendidos (historia en buena parte ya pasada, desde hace poco, pero quizá no del todo superada) entre, por un lado, pensadores alemanes que son también para mí amigos respetados, quiero decir Hans Georg Gadamer y Jürgen Habermas, y, por otro lado, los filósofos franceses de mi generación. En este capítulo intentaría mostrar que, a pesar de las diferencias entre estos dos grandes debates (directos o indirectos, explícitos o implícitos), los malentendidos giran siempre alrededor de la interpretación y la posibilidad misma del malentendido, del concepto de malentendido, como también del disenso, del otro, y de la singularidad del acontecimiento, pero entonces, y en consecuencia, de la esencia del idioma, de la esencia de la lengua, más allá de su indenegable y necesario funcionamiento, más allá de su inteligibilidad comunicativa. Los malentendidos mismos a este respecto están ya pasados, pasan incluso por efectos de idioma que no son solamente lingüísticos, sino tradicionales, nacionales, institucionales —a veces también idiosincrásicos y personales, conscientes o inconscientes—. Si estos malentendidos sobre el malentendido parece hoy en día que están apaciguándose, si no disipándose totalmente, en una atmósfera de reconciliación amistosa, no hay sólo que rendir homenaje al trabajo, a la lectura, a la buena fe, a la amistad de unos y otros, a menudo de los más jóvenes filósofos de este país. Hay que tener en cuenta la conciencia creciente de responsabilidades políticas a compartir ante el porvenir, y no sólo el de Europa: discusiones, deliberaciones y decisiones políticas, pero también acerca de la esencia de lo político, acerca de las nuevas estrategias a inventar, acerca de las tomas de partido en común, acerca de una lógica e incluso de las aporías de una soberanía (estatal o no) que no se puede ni acreditar ni simplemente desacreditar, ante las nuevas formas del capitalismo y del mercado mundial, ante una nueva figura, o hasta una nueva constitución de Europa que debería, por infiel fidelidad, ser otra cosa que lo que las diversas «crisis» del espíritu europeo diagnosticadas en este siglo se han representado; pero también otra cosa que un super-Estado, el simple competidor económico o militar de los Estados Unidos o de China.


La fecha del 11 de septiembre[xix] nos lo recordaría más que anunciarlo en Nueva York o en Washington: nunca han sido las responsabilidades a este respecto más singulares, más agudas, más necesarias. Nunca ha sido más urgente otro pensamiento de Europa: un pensamiento que implique una crítica desconstructiva desengañada, despierta, vigilante, atenta a todo aquello que, a través de la estrategia más acreditada, a través de la mejor legitimada de las retóricas políticas, de los poderes mediáticos y teletecnológicos, de los movimientos de opinión espontáneos u organizados, solda la política con la metafísica, con las especulaciones capitalistas, con las perversiones del afecto religioso o nacionalista, con el fantasma soberanista. Fuera de Europa pero también en Europa. En todos los frentes. Tengo que decirlo demasiado deprisa pero me atrevo a mantenerlo con firmeza: en todos los frentes. Mi compasión absoluta por las víctimas del 11 de septiembre no me impedirá decirlo: no creo en la inocencia política de nadie en este crimen. Y si mi compasión por todas las víctimas inocentes es ilimitada, es porque no se detiene tampoco en aquellas que encontraron la muerte el 11 de septiembre en los Estados Unidos. Es ésa mi interpretación de lo que debería ser lo que desde ayer se llama, según la consigna de la Casa Blanca, una «justicia sin límites» (infinite justice, grenzenlose Gerechtigkeit): no disculparse de sus propios entuertos y de los errores de su propia política, aunque sea en el momento de pagar por ello, fuera de toda proporción posible, el más terrible precio.


6. La cuestión de la literatura, allí donde ésta es indisociable de la cuestión de la lengua y de sus instituciones, jugaría un papel decisivo en esta historia. Lo que más facilmente he compartido con Adorno, incluso recibido de él, al igual que otros filósofos franceses, aunque de nuevo de una manera diferente, es el interés por la literatura y por todo aquello que ésta, al igual que las demás artes, puede descentrar, de manera crítica, en el campo de la filosofía universitaria. Ahí también habría que tener en cuenta, de una parte y de otra del Rin, la comunidad de intereses y la diferencia de los corpus literarios, pero también musicales y pictóricos, concernidos, hasta en el cine, manteniéndose uno atento al espíritu de lo que Kandinsky, citado por Adorno, llamaba, sin jerarquizar, la Farbtonmusik o el «color sonoro[xx]».


Esto me llevaría a una historia de la lectura mutua, antes y después de la guerra, dentro y fuera de la universidad, a una politología de la traducción, de las relaciones entre el mercado cultural de la edición y la universidad, etc. Todo esto tendría que hacerse en un estilo que resultaría a veces muy próximo al de Adorno.


7. Llego finalmente al capítulo que me daría más placer escribir, porque tomaría el camino menos recorrido pero a mi parecer entre los más decisivos en la lectura por venir de Adorno. Se trata de lo que se llama, con un singular general que siempre me ha llamado la atención, el animal. Como si no hubiese más que uno. Haciendo referencia a diversos esquemas o sugerencias poco subrayadas de Adorno, en el libro que compuso con Horkheimer en los Estados Unidos, Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente[xxi] o en su Beethoven, Philosophie der Musik[xxii], intentaría mostrar (he in-tentado hacerlo en otro lugar) que hay en esto unas premisas que habría que desplegar con la mayor prudencia, los resplandores al menos de una revolución en el pensamiento y en la acción que necesitamos en nuestra cohabitación con esos otros vivientes a los que llamamos animales. Adorno ha comprendido que esta nueva ecología crítica, diría más bien «desconstructiva», tendría que contraponerse a dos temibles fuerzas, a menudo antagonistas, otras veces aliadas.


Por una parte, la fuerza de la más potente tradición idealista y humanista de la filosofía. La soberanía o el dominio (Herrschaft) del hombre sobre la naturaleza está en realidad «dirigida contra los animales» (sie richtet sich gegen die Tiere), precisa aquí Adorno. Le reprocha sobre todo a Kant, a quien respeta tanto desde otro punto de vista, no dejar sitio, en su concepto de dignidad (Würde) y de la «autonomía» del hombre, a ninguna compasión (Mitleid) entre el hombre y el animal. Nada es más odioso (verhasster) al hombre kantiano, dice Adorno, que el recuerdo de una semejanza o una afinidad entre el hombre y la animalidad (die Erinnerung an die Tierähnlichkeit des Menschen). El kantiano no alberga sino odio a la animalidad del hombre. Es ése incluso su tabú. Adorno habla de Tabuierung y llega de una vez muy lejos: para un sistema idealista los animales jugarían virtualmente el mismo papel que los judíos en un sistema fascista (die Tiere spielen furs idealistische System virtuell die gleiche Rolle wie die Juden furs faschistische). Los animales serían los judíos de los idealistas, los cuales no serían así sino fascistas virtuales. El fascismo empieza cuando se insulta a un animal, incluso al animal en el hombre. El idealismo auténtico (echter Idealismus) consiste en insultar al animal en el hombre o en tratar a un hombre como animal. Adorno menciona dos veces el insulto (Schimpfen).


Pero por otra parte, en el otro frente, y es éste uno de los temas del fragmento «el hombre y el animal» de la Dialektik der Aufklärung[xxiii], habría que combatir la ideología que se oculta en el interés turbio que los fascistas, los nazis y el Führer han parecido manifestar, por el contrario, a veces hasta el vegetarianismo, por los animales.


Los siete capítulos de esta historia en la que sueño, se están escribiendo ya, estoy seguro. Esto que hoy compartimos lo atestigua sin duda. Estas guerras y esta paz tendrán sus nuevos historiadores, sus nuevos nuevos historiadores, e incluso sus «conflictos de historiadores» (Historikerstreit). Pero no sabemos cómo ni sobre qué soporte, sobre qué velas para qué Schleiermacher de una hermenéutica por venir, sobre qué tela y sobre qué fichu WWWeb se empeñará mañana el artista de este tejido (êf?nthw, diría el Platón de El político). Nosotros no sabremos nunca sobre qué fichu Web pretenderá sellar o enseñar nuestra historia un Weber por venir.


Ningún metalenguaje histórico cabe para dar testimonio de él en el elemento transparente de algún saber absoluto.


Celan: «Niemand


zeugt für den


Zeugen[xxiv]».




Una vez más, gracias por vuestra paciencia.


Jacques Derrida



[i] Esta carta se ha publicado dos veces en Francia (en francés, y así pues, en su lengua original). Por una parte, en la Correspondance de Walter Benjamin, en edición establecida y anotada por G. Scholem y Th. W. Adorno, t. II, 1929-1940, trad. fr. de G. Petitdemange, Aubier Montaigne, Paris, 1979, pp. 307-309. Por otra parte, en los Écrits français de Walter Benjamin, presentados y anotados por J. M. Monnoyer, Gallimard, Paris, 1991, pp. 316-318. Benjamin parece haber anotado ese sueño para él mismo, en una versión idéntica en lo esencial a la de la carta a Gretel Adorno, pero a veces ligeramente diferente en la gramática o en la letra de algunas formulaciones. Esta versión está publicada en los Autobiographische Schriften, vol. VI, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1980, pp. 540-542.

[ii] Th. W. Adorno, Minima Moralia (1951), Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1973, p. 143 [Minima moralia, trad. de J. Chamorro Mielke, Taurus, Madrid, 1987].


[iii] [Minima moralia, trad. cit., p. 111.]


[iv] Th. W. Adorno, Prismen (1955), Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1976, p. 301 [Prismas. Crítica de la cultura y la sociedad, trad. de M. Sacristán, Ariel, Barcelona, 1962, p. 258].


[v] Artículo al que hace alusión Adorno en el mismo texto. Se publicó en la Neue Rundschau, y trataba, entre otras cosas, del surrealismo.


[vi] [Prismas, trad. cit., p. 256.]


[vii] Th. W. Adorno, «Auf die Frage: “Was ist deutsch?”», en Stichworte, Kritische Modelle 2, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1965, pp. 102 ss.


[viii] Th. W. Adorno, Minima Moralia, cit., pp. 141-142 [trad. cit., p. 109].


[ix] [Minima moralia, trad. cit., p. 110.]


[x] J. Habermas, Philosophisch-politische Profile (1971), Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1981, pp. 170 ss. [Perfiles filosófico-políticos, trad. de M. Jiménez Redondo, Taurus, Madrid, p. 153].


[xi] Th. W. Adorno, «Auf die Frage: “Was ist deutsch?”», cit., pp. 111-112.


[xii] G. Ahrens, W. S. Baur, H. Beese, M. Buchgeister, U. O. Dünkelsbühler, A. G. Düttmann, P. Engelmann, M. Fischer, Th. Frey, R. Gasché, W. Hamacher, A. Haverkamp, F. Kittler, H. G. Gondek, H. U. Gumbrecht, R. Hentschel, D. Hornig, J. Hörisch, K. Karabaczek-Screiner, A. Knop, U. Koppen, B. Lindner, S. Lorenzer, S. Lüdemann, H. J. Metzger, K. Murr, D. Otto, K. J. Pazzini, E. Pfaffenberger-Brückner, R. Puffert, H. J. Rheinberger, D. Schmidt, H. W. Schmidt, K. Schreiner, R. Schwaderer, G. Sigl, B. Stiegler, P. Szondi, J. Taubes, Ch. Tholen, D. Trauner, D. W. Tuckwiller, B. Waldenfels, E. Weber, D. Weissmann, R. Werner, M. Wetzel, A. Wintersberger, A. Witte, H. Zischler.


Pido perdón a quienes no menciono aquí.


[xiii] Carta del 16 de agosto de 1935.


[xiv] Carta del 2 de agosto de 1935.


[xv] Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1962 [Personajes alemanes, trad. de L. Martínez de Velasco, Paidós, Barcelona, 1995].


[xvi] S. Freud, Die Traumdeutung, cap. VII, C, Fischer, Frankfurt a. M., 1961, pp. 464-465 [La interpretación de los sueños, trad. de L. López Ballesteros, Alianza, Madrid, 2003].


[xvii] Cf. el comienzo de «Crítica de la cultura y de la sociedad», al principio de Prismas, cit.


[xviii] Cf. J. Derrida, États d’ame de la psychanalyse, Galilée, Paris, 2000.


[xix] Por una singular coincidencia, resulta que Adorno nació un 11 de septiembre (1903). Todos los participantes lo sabían. Inicialmente, y según el ritual habitual desde la fundación del premio, éste tendría que haber sido otorgado el 11 y no el 22 de septiembre. Pero a causa de un viaje a China (yo me encontraba en Shangai el 11 de septiembre), tuve que pedir el aplazamiento de esta ceremonia.


[xx] Cf. Th. W. Adorno, «Über einige Relationen zwischen Musik und Malerei», en Gesammelte Schriften, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1986.


[xxi] M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente, Fischer, Frankfurt a. M., 1969 [Dialéctica de la Ilustración, trad, Sur, Buenos Aires, 1970].


[xxii] Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1993, pp. 123-124.


[xxiii] [Dialéctica de la Ilustración, trad. cit. pp. 291-299].


[xxiv] «Nadie / testimonia por el / testigo» («Aschenglorie»), en P. Celan, Gesammelte Werke, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1986, vol. 2, p. 72 .


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